domingo, 9 de mayo de 2010

Por fin he conseguido olvidarte, Eveline

Con este tercer relato pongo fin a mi trilogía de relatos sobre drogas, rock'n'roll y (a veces) sexo. Como en los dos anteriores, quiero aclarar que, si bien las descripciones del ambiente donde ocurre la historia y de los personajes secundarios son casi periodísticas y están basadas en experiencias personales recientes, los hechos centrales son absolutamente ficticios y no han ocurrido nunca. El uso de la primera persona es un recurso literario. Y el uso de experiencias personales propias (y pasadas) para construir personajes, también. (Un recurso literario propio de vagos como yo, de hecho). Como vais a pensar lo que os dé la gana de todos modos, no digo más... pero, bueno, estas cosas siempre conviene aclararlas.
    

Por fin he conseguido olvidarte, Eveline
Sergio López, 2010
El ViñaRock es una increíble fuente de riqueza para Villarrobledo. Vecinos y vendedores ambulantes hacen el agosto durante los tres días que dura el festival a base de vender a los asistentes aquellos productos y servicios que la organización no provee con una relación calidad-precio adecuada, como bebidas alcohólicas y comida, o aquellos que la misma no ofrece en absoluto, como higiene y droga.
    En lo que constituye un perfecto ejemplo de lo que es un mercado sin intervención estatal, un mercado libre, regido estrictamente por las leyes de la oferta y la demanda, hay en el ViñaRock unos cientoveintemil pies negros que te ofrecen comprar todo tipo de drogas como el que te ofrece comprar Lotería del Niño.
    –Chicos, ¿Farlopa, speed, marihuana...?
    –No gracias.
    En realidad, tenía razones suficientes para pillarme un buen colocón de lo que fuera, razones objetivas y fundadas, pero fui fuerte y me resistí... más o menos. Además, a saber que era aquella mierda.
    Quería –y sigo queriendo– matar unas cuantas de mis neuronas, infectadas con pensamientos nocivos y que amenazan con contagiar al resto... pero no creo que ésa sea la solución. ¿Y cuál es la solución? No lo sé. Me viene a la cabeza una viñeta de Carlös Areces en El Jueves en la que aparece un tío sin la parte superior de su cráneo, cual víctima de Anthony Hopkins en la segunda parte de El Silencio de los Corderos. Tiene en una mano una cuchara, y en la cuchara un trozo considerable de su propia masa encefálica. En la otra, sostiene el auricular de un teléfono, mientras dice:
    –Por fin he conseguido olvidarte, Eveline.

En fin. Íbamos para el concierto de Mamá Ladilla. Hacía un sol de justicia y estábamos hablando de la posibilidad de domesticar a los pies negros para que realizasen tareas sencillas, a cambio de pequeñas sumas de droga de baja calidad. No sé: comprar el periódico o el pan, pasear al perro. El problema es que nuestras parejas, familias, compañeros de piso, etcétera no nos dejarían tener un pies negros en casa. Habría que ponerles una caseta. Aparte, seguro que se largaban con la pasta de los recados.
   –Chicos, ¿farlopa, speed, marihuana...? –nos preguntó uno de aquellos pies negros.
   –No –respondí yo.
   –No –respondió mi amigo Peña.
   –Mejor. ¡Toda para mí! –respondió el pies negros.
   –Muy bien, tío.
   A continuación nos paró otro tipo.
   –Perdonad, chavales, ¿sabéis donde dan paella? –era la hora de comer, es decir, las cuatro y media de la tarde, y en alguna parte daban raciones de paella a tres euros.
   –No, no sabemos.
   –Y... ¿no sabréis quien pasa speed?
   –Sí. Ahí atrás, un punki. Pero no sé si te va a vender a tí.
   –¿Por qué?
   –No, por nada.

Y ese era el ambiente al inicio de la jornada concertística del sábado 1 de mayo. La totalidad de personas que nos agolpábamos en el control de entrada habíamos dormido unas tres horas y llevábamos borrachos desde mediodía. En Villarrobledo, partir de la salida del sol, la temperatura en las tiendas de campaña asciende a razón de diez grados centígrados por hora –¿es que nadie ha pensado en inventar un aire acondicionado para tiendas de campaña?–, así que sales a las diez de la mañana de la tienda en cuestión en un alarmante estado de deshidratación y la ingestión compulsiva de cerveza se convierte en una cuestión de supervivencia.
   –Joder, siempre que voy a un festival –dijo mi amigo Goro– veinte personas me preguntan si tengo speed o si sé dónde se puede conseguir.
   –Vaya, hombre –dije, por decir algo, porque tengo muy claro que si estuviera en una fiesta en la que también estuviese Goro, y yo no le conociera de nada, sería seguramente la primera persona a la que preguntaría si tiene speed. En el caso de que yo quisiera speed, claro.

Nos pusimos en las primeras filas y empezamos a pegar botes con esa canción tan cojonuda que empieza diciendo "imagínate al papa en chándal". Al lado nuestro había un tipo de unos dos metros diez de altura y unos 38 años vestido con unas bermudas verde pistacho, un chaleco rosa y una camiseta en la que aparecía un fotomontaje en el que se le veía a él y a otros tres tipos travestidos, acompañados de una foto pegada de Chenoa. Encima de la composición se leía "El Azote de Chenoa".
   –¿Qué es esto del Azote de Chenoa? –le pregunté.
   –¡Mi grupooooooooooooooooo!!!! –contestó. Por algún motivo, me hablaba a gritos y miraba hacia mí como si yo estuviese en algún lejano lugar del monte en vez de treinta centímetros más abajo de su cara.
   –Joder... ¡Cómo mola! Y... ¿qué tipo de música hacéis?
   –¡Puuuuuunk!!!!!!!!!
   –¿Y qué tipo de punk?
   –¡Radicaaaaaaaaaaaaaaal!!!!!!!!!!!!!!!!!
   –Ah.
   –¡Hay que ser radicaaaaaaaaaal!!!!!!!!!!!!! –aclaró.
Ahí está, pensé. Un tipo con certezas.
   –Tío, ¿te mola nuestro amigo? –preguntó uno de los individuos que estaba con él–, te lo regalamos.
   –Estábamos dispuestos a pagaros hasta cuarenta euros.
   –Te he dicho que te lo regalamos –insistió. El resto de personas que acompañaban al chaval de dos metros diez empezaban a alejarse y el aludido parecía más que decidido a quedarse con nosotros.
   –Veinte euros es mi última oferta.
   –Que te lo regalamos, tronco, te digo.
   –Entonces, no hay trato.

Me lo estaba pasando de puta madre. Estaba saliendo todo genial. ¡Guau! ¡El Viña Rock! ¿Cómo es posible que no hayamos venido en siete años? Nos hemos vuelto unos modernos de mierda y nos estábamos perdiendo el mejor festival de España. Todo rock en castellano. Un cartel increíblemente parecido al del Viña Rock que habíamos visto hacía siete años. Nosotros no hemos madurado y Viña Rock tampoco. Y eso es perfecto. Yo me lo estoy pasando de putísima madre. Me lo estoy pasando tan bien que no recuerdo nada de lo sucedido el día anterior.
Hasta que ella vuelve a aparecer. Otra vez.
   –Joder, tronco –dice Peña–. Lo tuyo con esa chica es todo un desafío contra la probabilidad estadística.
   Efectivamente. Es estadísticamente improbable, pero allí están, enfrente de nosotros otra vez: ella y el Puto Melenas. Encima ella me ha visto. Me saluda y viene hacia mí. ¿Pero es que no se ha dado cuenta de que no quiero verla? ¿No tiene la más mínima capacidad de empatía o qué? Y, ¿cuánta gente hay aquí? ¿80.000 personas? ¿Cómo es posible que la haya visto cinco veces en 24 horas?

La primera vez pensé, simplemente, que sería mejor no verla durante lo que durase el ViñaRock.
    La segunda ve pensé que preferiría no verla durante una semana.
   La tercera vez pensé que sería mejor que dejásemos de considerarnos amigos por una temporada, porque la amistad es un sentimiento incompatible con los celos y la humillación, que era lo que en ese momento estaba sintiendo.
    La cuarta vez pensé que sería mejor que dejáramos de ser amigos y punto. Porque la amistad es incompatible con los celos, la humillación, la autocompasión, la inseguridad, el sentimiento de inferioridad, el miedo a la soledad, el arrepentimiento, las ganas de llorar, etcétera.
    La quinta vez pensé, simplemente, que no quería saber nada más de ella durante el resto de mi vida.
    Así que se lo dije:
  –No quiero saber nada más de ti durante el resto de mi vida.

La primera vez que nos vimos, el día anterior, no fue casualidad; habíamos quedado en vernos, a una hora determinada en un punto determinado. Fui para allá y ella dijo que había venido con Lino –en adelante, el Puto Melenas–. En el momento que mencionó su nombre sentí como si me hubieran tirado un ladrillo a la cabeza.
    Lino. Ladrillazo.
    ¡Ay! ¿Cómo? ¿A qué juega?, pensé, mientras me palpaba con la mano derecha un costado de la cabeza para ver si sangraba. Pero si ha sido ella la persona que más ha insistido para que yo viniera al Viña Rock... si… si no hubiera sido por ella, seguramente no habría ido… yo había pensado que… que ella… y yo… Lino… ¿Por qué no había mencionado su nombre hasta ahora? Mierda… Soy idiota, pensé. Soy un completo idiota.
    Pese a todo lo dolorosa que fue la brusca caída desde la puta Luna, que es donde estaba yo, en aquel momento lo que le habría dicho hubiera resultado bastante razonable: “preferiría no verte en lo que dure el festival”.
    Pero no dije nada. Me limité a musitar “bueno, me voy. Adiós” y a largarme sin más, justo cuando ella me iba a presentar al grupito con el que había venido. Eso a cualquiera le debería haber extrañado, pero ya he dicho que la empatía no es el fuerte de Claudia.

La segunda vez que la vi, identifiqué también a Lino como el Puto Melenas que le metía mano. Por fin le puse cara; cosa que, la verdad, no me vino demasiado bien. Les vi cogerse de la mano y besarse; cosa por la que habría pagado 400 euros por no ver. Y tuve que tragar con que me lo presentara; algo que seguramente está recogido en la Convención de Ginebra en el capítulo de crímenes de lesa humanidad. Fui bastante desagradable con él, pero supongo que Claudia, de nuevo, no se dio cuenta de nada, o no quiso darse cuenta, y yo tampoco le dije nada. Si lo hubiera dicho, creo que habría sido algo bastante razonable. La segunda vez le habría dicho: "Creo que necesito un tiempo sin verte".
    La tercera: "Lo siento, creo que es mejor que dejemos de considerarnos amigos durante una temporada".
    La cuarta: "Lo siento, de verdad, creo que ya no podemos ser amigos".

Pero no fue hasta la quinta vez que tuve los arrestos suficientes para asumir lo que me estaba pasando. Estaba enamorado de una chica que había elegido ya a otro.
    Si la probabilidad estadística no hubiese jugado conmigo de aquella manera, no habría dicho nada de nada y seguramente hoy estaría con ella tomándome un café y escuchando embobado alguna de las cosas altamente interesantes que ella siempre dice. Pero como la probabilidad estadística a veces es como es, pues yo dije lo que dije.
    La probabilidad estadística... Y quizá algo tuvo que ver también la acumulación de cerveza en mi organismo, el sol, y el hecho de que me apeteciera castigarla. Hacer algo malo, algo que le doliera. Me apetecía quedar como un gilipollas. Me apetecía que ella no entendiera que cojones estaba pasando y que perdiese esa sensación de control de la situación que emana de ella en todo momento. Había comprendido todo el daño que me había causado ella a lo largo del último año y me apetecía devolverle aunque fuera una mínima parte. Así que se lo dije:
    –No quiero saber nada más de ti durante el resto de mi vida.
Ella me miró como si yo fuese un ser horrible. Se le descompuso la sonrisa que llevaba dibujada en el rostro. Se le descompuso el rostro. Me miró como si yo fuera un monstruo que acabara de aplastar entre sus garras algo hermoso y pequeño... no sé, un bebé de foca, o algo así. Me miró con cara de asombro y horror. Odié esa cara por lo que reflejaba. Es decir, me odié a mí mismo.
    –Pero, ¿qué dices? ¿Por qué dices eso, Róber? –preguntó.
    ¿Por qué?, pensé. Porque, si tuviera una pizca de inteligencia emocional y autoestima, te habría dicho a tiempo que no podemos ser amigos, pero a estas alturas ya no queda otra…
    –Hay que ser radical.

Y me largué a por otro litro de cerveza, dejándole con la palabra en la boca. No la volví a ver, ni en el Viña Rock, ni después. Bendita probabilidad estadística.

Y me lo pasé realmente bien durante el resto del festival. Tan bien como me lo estaba pasando antes de la breve conversación que mantuve con ella, o incluso mejor, vaya. Joder, mucho mejor aún.

Y llegué a pensar que lo había conseguido. Que, de golpe y por la mágica acción de trece palabras, lo había logrado. No me acordé de ella en los dos días siguientes. Por fin he conseguido olvidarte, Eveline, pensé.

1 comentario:

Isabel dijo...

Me han encantado tus tres relatos de "sexo" drogas y rock n roll. Aunque este último menos. suerte^^