viernes, 26 de noviembre de 2010

Solo debe quedar uno

Solo puede quedar uno
Sergio López, 2010

–Mira esta comida. Qué asco –susurró Álex, señalando el interior de la nevera– ¡Comprar en el Lidl es el paso inmediatamente anterior a coger la comida de la basura!
–Estoy harta de que siempre insinúes que mis amigos son mediocres –respondió Marta, mientras cogía cervezas del refrigerador–. ¡No son más mediocres que la mayoría! ¡No sé qué te has creído!
            El novio de Marta, había accedido a regañadientes a asistir al cumpleaños que uno de los mejores amigos de ella, Carlos, celebraba en su casa de Móstoles. Era la primera vez que Álex se aventuraba en ese entorno y procuraba no tocar nada de aquella casa pequeña y decorada con pésimo gusto. Si se veía obligado a hablar con alguien, intentaba mantenerse a una prudente distancia de su aliento.
            Álex era mayor que Marta. De hecho, lo era mucho más de lo que parecía a simple vista. Él había sido primero su profesor de Pensamiento Político de en la Universidad Pontificia. Después había sido el tutor de su tesis doctoral. En algún momento comenzaron a acostarse y al cabo de un tiempo que ni ellos mismos sabran precisar ya eran una pareja estable.
         Álex parecía adorar a Marta, pese a que a veces ella olvidase que la mayoría es mediocre y que la mediocridad es mayoritaria (“por definición”). Y a pesar de que sabía que más pronto que tarde tendría que alejarse de ella. Siempre le acababa sucediendo lo mismo.
Marta quería a Álex, a pesar de que le pareciese un pedante y un pijo.
            –¡Coge un poco más de tortilla, Álex, que no has comido nada! –ofreció Carlos.
      –No, gracias –dijo Álex intentando disimular el asco que le producía esa tortilla precocinada y recalentada–. No tengo mucha hambre.
     No se lo estaba pasando muy bien. Ninguna de las conversaciones de ninguno de los grupitos de invitados le producía el menor interés. La mayoría eran idénticos, pensaba, a la imagen que se había formado de ellos. El resto eran aún peores. La solución era emborracharse un poco para hacer que el tiempo pasara más rápido. El tiempo era una cosa muy relativa.
Sabía que si bebía era probable que no se cumpliera su deseo de pasar absolutamente desapercibido, pero asumió el riesgo. El quería optar por un perfil lo más discreto posible porque aparecía con cierta frecuencia en la televisión regional y no le apetecía que nadie le reconociese y le diese la tabarra. Finalmente, no pudo evitar ser uno de los dos grandes protagonistas de aquella noche.
–¿Has visto por aquí el Beefeater, Marta? Creo que voy a preparar un gin–tonic.
–En la mesita del salón –señaló–. Es decir… que conduzco yo de vuelta a Madrid, ¿no?.
–…eh, sí –algo acababa de alterar a Álex–, si no te importa. Oye –susurró–, ése de ahí, el de las patillas y la cabeza afeitada, ¿quién es?
–Es Samu, el novio de Berta –respondió Marta, con naturalidad.
–Joder. Parece un skinhead.
–Es un skinhead. Un skinhead de izquierdas. Sharp.
–¿Dónde me has metido? –preguntó Álex mientras vertía ginebra en su vaso.
–Oh. Que no te engañe su aspecto. Es un cacho de pan. Estudia arte dramático.
–Y la chica rubia con tatuajes que está a su lado…
Marta miró a Álex con suspicacia. Lo que había preocupado a Álex no era ni la ideología, ni la estética ni los brazos de Samu.
–Esa es la novia de Carlos, Emma. No la conozco demasiado.
–No pegan mucho, ¿no?
Quién es, pensó Álex. Conocía de algo a esa chica de pelo rubio oxigenado. Era delgada y llevaba unas mallas de leopardo, un montón de pendientes y una camiseta sin mangas que dejaba ver unos brazos llenos de tatuajes. Tenía la impresión de haber tratado con ella en algún lugar hacía mucho tiempo. Pero, ¿dónde? ¿cuándo? ¿Podía ser que…? No. Aquello era imposible. O, al menos, tan improbable que no merecía la pena tenerlo en consideración. Sintió un escalofrío y le dio un largo trago a su bebida. Marta notó algo raro. Él notó que ella notaba algo raro. Señaló discretamente a otro de los invitados.
–Y ese de la perilla y la cresta.
–¿Ese? Roberto. Entrenador de fútbol y miembro de una ONG que trabaja con niños de familias sin recursos.
–Vaya, que majo. Si me lo encuentro por la calle me cruzo de acera, de barrio y de término municipal.
–¡Álex!
Álex dio otro trago. A medida que bebía se hacía más patente que no conseguiría pasar desapercibido. Carlos, Berta y otros amigos de Marta mantenían una animada charla sobre sueños premonitorios. El profesor universitario les interrumpió.
–La mayoría está tan perdida que busca símbolos y señales. Pistas. Sueños premonitorios, presentimientos. También hay símbolos en la realidad que supuestamente nos dicen como hemos de actuar. La mayoría busca un orden en el caos y provoca las premoniciones. Si se rompe la pulsera que te regaló, malo. Si se pierde el anillo, malo. Si te llama justo cuando estabas pensando en ella, bueno. La pulsera, el anillo y el teléfono móvil se convierten en objetos mágicos. Es puro animismo. Puedo aseguraros que en 2.500 años no ha cambiado absolutamente nada.
Nadie dijo nada más al respecto.
–Voy a por un poco más de tarta. Está buenísima –se disculpó Marta.
El grupito se disolvió y Álex se quedó de pie con su copa en la mano. Con su pelo entrecano, sus pantalones de pinzas y su polo beige no pintaba nada entre la concurrencia. Idiotas, pensó, podría contarles historias increíbles, historias que les dejarían con la boca abierta hasta Semana Santa. Pero, bah, no se lo merecían.
Minutos después un chico de 27 años, homosexual, intentaba entablar conversación con él.
–Espero que Carlos no vaya a sacar el Sing Star –dijo, con impostada alarma–. Son un auténtico coñazo cuando se ponen a cantar.
–Lo máximo que espero de esta noche es que nadie me haya robado la chaqueta que he dejado en la habitación.
Peor fue cuando Álex se tomó su cuarto combinado alcohólico y empezó a hablar de política.
–Me niego a creer que mi voto valga lo mismo que el de un analfabeto funcional que no muestra la menor inquietud por lo que le rodea. De hecho no lo vale, todo el sistema electoral es una farsa para tener contenida a la masa. En los sistemas capitalistas el verdadero voto no son las papeletas electorales, sino el capital, intelectual y económico. La capacidad de influir económica o intelectualmente sobre los decisores o ser uno de ellos. Y ese voto está restringido a una minoría. Siempre ha sido así. Afortunadamente.
Las ideas elitistas del catedrático levantaban ya algunas ampollas en la Universidad Pontificia y en los medios de comunicación conservadores. En la fiesta de Carlos eran directamente tenidas por un insulto. Álex solía decirles a sus alumnos que él era “incluso anterior a Ortega”, cosa que estos interpretaban en sentido figurado o en tono de broma, pero que en realidad era cierto. Álex era muy anterior a Ortega.
Se dirigió al baño, pero alguien le flanqueó la entrada.
–No intentes engañarme, Alexander. Sé que eres tú.
La novia de Carlos estaba en frente de Álex, mirándole con ojos encendidos de odio.
–Sé que eres tú –repitió ella.
–Sí –Álex devolvió la mirada retadora a aquella mujer–. Vaya una sorpresa encontrarte aquí, Himilce. Pensaba que no estabas ya entre los vivos.
–Muy propio de ti y los tuyos, Alexander. Dar por muerto al enemigo antes de tiempo.
–Estamos ganando.
–Siempre estáis ganando. Lleváis ganando miles de años. Bah. Camináis triunfantes, victoria tras victoria… hacia vuestra derrota final.
–Veo que has elegido un aspecto muy adecuado a tu condición plebeya. Siempre fuiste una arrabalera. Recuerdo que en Roma vivías en el Aventino, entre las ratas. Con las putas.
–Y tú, Príncipe Alexander. ¿Qué es lo que eres tú? En Moravia empalabas a los campesinos en la puerta de tu castillo y hoy das cuartelillo teórico a los locos de la guerra preventiva y el liberalismo salvaje. Y encima eres tertuliano en Telemadrid. ¡Genocida!
–Lo de Moravia… eran otros tiempos. Si quieres hablamos de lo que hiciste tú en la Unión Soviética. Lo que me jode realmente de ti y los tuyos, Himilce, es que no queráis daros cuenta los que somos como tú y como yo somos mejores que esos campesinos. Esos campesinos no merecen tu compasión, estúpida.
–Nadie es mejor que nadie, nazi de mierda. Ni siquiera los que somos como tú y como yo. Todas las vidas valen lo mismo. Solo los locos sádicos como tú que no entienden que todas las vidas valen lo mismo merecen morir. La gente como tú sois el mal de la humanidad.
–Vosotros sí que sois una amenaza para la humanidad. Refugiados en la masa, en la mediocridad. Tenéis miedo de vuestra individualidad. Queréis que el individuo se diluya. Bah. Meter a todo el mundo en sacos y ponerles etiquetas. Eso sí que es un peligro para la humanidad. No somos iguales, Himilce. Los hombres no son iguales.
–Querrás decir los seres humanos... No, mujeres y hombres no somos iguales como individuos… afortunadamente, no me parezco en nada a ti… pero sí lo somos en derechos y deberes.
–No me vengas con cháchara del siglo XVIII. Esa historia está muy bien para contársela a los niños, pero no es verdad y, en última instancia, es nociva. Esa filosofía atenta contra la naturaleza. Va en contra lo que nos ha hecho evolucionar y no ser amebas en una charca: la supervivencia de los más fuertes.
–¡Qué idiotez! Evolucionar… si fuera por ti y los tuyos viviríamos en la Edad Media y ni siquiera los más privilegiados podríais vivir la mitad de bien de lo que vive la mayoría ahora.
–¿Eso es todo lo que tienes que decir? ¿No tienes ningún otro argumento?
–Tú lo has dicho: basta de cháchara.
–Es cierto. Lo nuestro no se puede solucionar con palabras. Solo debe quedar uno de los dos.
Marta y Carlos nunca tuvieron una explicación. De repente las dos personas que habían situado en el centro de sus vidas se habían esfumado sin dejar rastro. Como hubo gente que vio a Álex y a Emma marcharse al mismo tiempo, muchos asumieron que habían decidido fugarse juntos. Una especie de aventura amorosa especialmente cruel para sus, hasta entonces, parejas. Otras personas apuntaron que les habían visto discutir en la puerta del baño, lo que aún añadía más confusión al asunto. En fin, especular es gratis. Lo único que quedó claro es que los dos desaparecieron de la fiesta y nadie volvió a saber nunca nada de ninguno de ellos. Se desvanecieron como si nunca hubieran existido. Como si más que personas, hechas de carne y hueso, fuesen solo ideas abstractas cubiertas por un poquito de piel humana. Como globos rellenos de un material muy ligero, sin peso suficiente para que la gravedad les mantuviese anclados a la realidad cotidiana. Marta y Carlos terminaron olvidándoles.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Billete para Ferrol

Este relato ha sido escrito a dos manos por una persona que comenta en el blog como Anónimo y por mí.


Billete para Ferrol
S. L. y Anónimo, 2010



–No recuerdo haber estado nunca en ese sitio. Y mucho menos el cuatro de octubre.
Almudena sacó de su bolso un billete de autobús bastante arrugado y lo dejó encima de la mesa. Frente a ella, Martín, no entendía nada.
–El otro día… bueno, hace unas semanas, me puse a sacar todo lo que llevaba en los bolsillos de la chaqueta de entretiempo. La había estado llevando días atrás y la quería echar a lavar. Bueno, pues, entre un cupón de la ONCE, un post-it doblado con un teléfono, un metrobús gastado y un recibo de la compra de Carrefour, apareció este billete de autobús de Avanza Bus a La Puebla de Montalbán, Toledo, con fecha del cuatro de octubre. Ida y vuelta. 6,97 euros. Me puse a recordar qué había hecho el cuatro de octubre, es decir, el lunes anterior. Nada en especial. Había ido a trabajar y me había tomado una cerveza con unos compañeros a la salida. Después… no lo tenía muy claro entonces ni tampoco lo tengo ahora, pero creo que vi una película en casa. Vi Brazil de Terry Gilliam aquella semana, pero no recuerdo si fue el lunes, el martes o el miércoles… En fin, entonces no le di mucha importancia. Entonces.
Martín no sabía que pensar. Lo que relataba Almudena parecía la anécdota más intrascendente del mundo. Sin embargo, el tono de voz con el que ella lo estaba contando… y su mirada sombría clavada en el billete de autobús, miserable y arrugado, que había dejado encima de la mesa…
–Ese billete podría haber salido de cualquier parte.
–Eso es. En aquel momento, mi única preocupación, si se puede llamar así fue saber cómo había llegado al bolsillo de mi chaqueta un billete de autobús usado y que no era mío. Pensé, medio en broma: a ver si me está entrando síndrome de Diógenes y me ha dado por coger cosas de la basura. Un síndrome de Diógenes chiquitito, claro, circunscrito, únicamente, a… al ámbito de mi chaqueta de entretiempo. Bueno. No me preocupé mucho, en definitiva, porque era la primera vez que me pasaba.
–¿La primera vez…?
–La segunda vez fue aproximadamente una semana después. –Almudena sacó un segundo billete de autobús, tan arrugado como el primero, y lo puso sobre la mesa con un movimiento nervioso. –Estaba cambiando mis cosas de un bolso a otro y de entre el caos apareció esto. Otro billete de autobús. A El Burgo de Osma, en Soria. Otro lugar en el que no he estado en mi vida. O no recuerdo haber estado.
–Una casualidad…
–Una casualidad, eso pensé entonces. Una casualidad… Este billete tiene fecha del 9 de octubre, domingo. ¿Recuerdas que hicimos el 9 de octubre? ¿Nos vimos?
–¿Qué si nos vimos? No sé, no lo recuerdo.
–¿No tienes una agenda, un diario, una moleskine o algo así?
–No. ¿Tienes tú?
–Pues tampoco. Bueno, tengo la agenda del trabajo. Pero apunto sólo cosas relacionadas con el trabajo.
–Claro.
–Bueno. De nuevo, no le di mucha importancia a aquello. Mi día a día como parte de la maquinaria represora de Orange, velando por el estricto cumplimiento de las normas orwellianas de sus contratos de telefonía móvil e Internet, no me deja mucho tiempo para pensar en mis cosas. ¡Cómo odio ese trabajo! Bueno, no le di muchas vueltas hasta que, una semana después volví a cambiar de bolso y apareció esto. –Almudena dejó un tercer billete sobre la mesa. Un cerco redondo de cerveza se dibujó en su superficie rugosa.
–16 de octubre. Mendavia. No lo había oído en mi vida. Tuve que buscarlo en el mapa. Está en Navarra. Y aún no lo has visto todo…

En ese momento sonó el teléfono. Cuando Martín se estaba levantando para ir a cogerlo, Almudena sacó un sobre y lo dejó encima de la mesa. El teléfono seguía sonando.
–Ábrelo.
Era un sobre blanco, arrugado, no tenía nada escrito.
–¿De dónde lo has sacado?- preguntó él.
–Estaba en el portal, tirado en el suelo.
El teléfono se cansó de sonar.
–Pero no pone ningún nombre. ¿Cómo sabes que es para ti?
–Mira dentro.
Martín sacó el dinero con cuidado, como si se fuera a romper. Eran billetes de 20 y 50 euros. Calculó que en total habría unos 600. Martín dejó el dinero encima de la mesa y rebuscó dentro del sobre. Había un billete de autobús a Ferrol.
–Es para mañana. –dijo Almudena- Ida y vuelta, el mismo día. ¿Tú entiendes algo?
Martín se quedó con el billete en la mano, pensando. O eso quería que pareciera. Porque en realidad no sabía qué pensar. Almudena estaba nerviosa. De pie, con los brazos en jarras, esperando una respuesta, como si él fuera el único hombre en todo el planeta que pudiera darle una explicación.
Tampoco conocía tan bien a Almudena, pensó. Siempre le había parecido que era un poco inestable. A lo mejor se estaba inventando una historia para llamar la atención. Una broma o cualquier cosa. La verdad es que no entendía nada y tampoco tenía ni idea de qué decir.
Almudena se sentó enfrente, con las piernas cruzadas. Se deshizo la coleta con un gesto rápido, como si le estuviera molestando desde hace rato. Empezó a juguetear con la goma entre las manos, estirando y encogiendo, estirando y encogiendo. Martín empezaba a ponerse nervioso. Con el pelo suelto, rizado, desordenado… le pareció aún más desequilibrada.
–¿Y qué vas a hacer?
–¿Cómo que qué voy a hacer? –repitió ella.
–¿Vas…? Bueno, no sé, es un billete para mañana ¿vas a ir?
–¿Y qué hago yo en Ferrol? Yo no conozco a nadie en Ferrol.
–Pero este dinero… A lo mejor es un reclamo.
–Un reclamo.
–Sí.
–¿Un reclamo de qué? ¿Para qué?
–No sé. –Martín se quedó pensando- Igual alguien quiere que vayas.
Almudena se quedó callada. Al día siguiente era sábado. No tenía que trabajar. El billete era para una persona. Salida a las nueve y media de la mañana y vuelta a las seis en punto de la tarde. Calculando que a Ferrol se tardaban por lo menos seis horas, tenía un par de horas para estar allí. Si alguien la esperaba, estaría en la estación. Y si quería volver antes a Madrid, sólo tenía que esperar a que saliera el siguiente autobús. Era una locura. Pero por otra parte, no tenía gran cosa que hacer. En casa sólo le esperaba una lavadora con ropa mojada del día anterior y un fregadero a rebosar de platos sucios.
–¿Y si me acompañas tú? -le preguntó ella.
El teléfono volvió a sonar.

Martín agradeció mentalmente a la persona que insistía al otro lado de la línea, fuera quien fuera, la ocasión de esquivar la pregunta. ¿No coges el teléfono?
–No.
–¿No?
–No. Cógelo tú.
–Pero… ¿Qué pasa? Es tu casa. Te llaman a ti.
–¡Coge el puto teléfono, joder! –En ese momento Almudena se dio cuenta de que empezaba a dejarse llevar por la histeria. Respiró hondo e intentó retomar las riendas- Por favor.
–Está bien –Martín se aproximó, separó el terminal inalámbrico de su base y apretó el botón verde de descolgar mirando a Almudena con cara de fastidio-. Diga.
Almudena volvió a sentarse en el sofá, al lado de Martín. Apoyó la cabeza en su hombro.
–Sí. Si está. ¿De parte de quién? –Dijo él en tono seco. Al momento giró la cabeza hacia Almudena y repitió:
–Lucía.
–¿Lucía? No recuerdo conocer a ninguna Lucía –susurró ella mientras él le tendía el teléfono-. ¿Sí?
Silencio. Tras unos segundos, Almudena separó el teléfono de su oído y se lo observó por un instante con expresión crispada. Volvió a respirar hondo antes de hablar.
–Ha colgado. He escuchado el ruido de la calle y el ‘tic-tic’ que hacen las cabinas telefónicas y luego ha colgado.
–¿Puedes ver el número?
–Sí. Es lo que estaba mirando. 981 84 20 10
–981. ¿Tú sabes de dónde es ese prefijo?
–Pues sí. Por desgracia, me sé todos los prefijos telefónicos de España. Es… ¿No lo adivinas?
–No.
–Es de la provincia de La Coruña –Almudena había vuelto a juguetear con la goma del pelo-. Y me juego algo a que es de Ferrol.
–Ya te han llamado antes… ¿no? Como ahora, quiero decir: preguntar por ti y luego colgar.
–Pues no, listillo. No.
–¿Y no conoces a nadie en la provincia de La Coruña que pueda querer ponerse en contacto contigo?
–Ya te he dicho que no. ¿Tú me escuchas?
–Sí, sí te escucho. Habías dicho que no conocías a nadie en Ferrol, no que no conocieras a nadie en toda la provincia de La Coruña.
–El teléfono es de Ferrol
–Ferrol. Vale.
–Y el billete de autobús es a Ferrol.
–Ferrol.
–Y bien…
–Y bien… ¿qué?
–¿Me acompañas mañana allí?
Martín no tenía ninguna gana de ir a Ferrol. Toda la historia le parecía absurda. Un día entero metido en el autobús… había quedado con los chicos para jugar al fútbol… Por otro lado, había sido él el que, de alguna manera, había animado a Almudena a ir allá y resolver el misterio. En el caso de que hubiera tal misterio y ella no se estuviera inventando todo. Aunque, aquella llamada... Ahora se sentía responsable. Sabía perfectamente que si decía que no, ella se enfadaría y, además, iría de todos modos. ¿Y si le pasaba algo? En ese momento, le daba más miedo lo que ella pudiera hacerse a si misma que la intervención de terceras personas. Fuera lo que fuera aquella historia, estaba claro que Almudena le pedía ayuda y ahora no podía negársela. Compuso una respuesta que sonaba resignada y que no terminaba de tapar lo que en realidad estaba pensando, que casi se podía leer, como un subtítulo, bajo sus palabras: “ojalá me hubiera quedado callado”.
–Pues claro, cielo. Claro que te acompaño.

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Almudena tenía todavía las manos manchadas de sangre cuando sonó el teléfono móvil. Llevaba sonando más de media hora, pero ella ni lo había oído. Se quedó un rato aturdida, mirando al suelo. Después, apretó el botón verde del teléfono sin decir nada.
–¿Almu? –Martín sólo oía silencio al otro lado de la línea- Almudena, ¿me escuchas? Oye, te he llamado por lo menos veinte veces. ¿Dónde estás?
Almudena miró a su alrededor.
–En Ferrol –consiguió recordar- No viniste a la estación.
–Ya, lo siento, mira, me llamaron del Hospital y tuve que salir de noche para una urgencia... Luego, me quedé dormido, de verdad que lo siento. Pero te llamé para avisarte, te mandé un mensaje, ¿no leíste mi…? Bueno, da igual. ¿Tú cómo estás? ¿Qué ha pasado?
Ella apartó el teléfono sin decir nada y se quedó mirándolo. En la pantalla se leía “Martín. Llamada en curso”. Las dos últimas palabras apenas se podían ver. La pantalla se había manchado con un poco de sangre y emborronaba las letras. Martín seguía hablando, la voz le llegaba pequeñita, de lejos. Volvió a acercarse el teléfono.
–…los del gimnasio y entonces les dije que no estabas en casa pero que te llamasen al móvil. -Almudena escuchaba a Martín en silencio- ¿Entiendes? La chaqueta no era tuya, era exactamente igual, pero no era la tuya. Te la llevaste por error todos esos días. O alguien cogía la tuya del vestuario sin darse cuenta. Por eso los billetes de autobús… no eran tuyos, eran de esa chica de la chaqueta, cómo me ha dicho que se llamaba… Marta o María… ¿No has hablado con ella? Le dí tu teléfono.
–No… no sé, no he visto las llamadas hasta ahora. Pero no entiendo… ¿Y el sobre
–¿Qué sobre?
–El del dinero… con el billete para venir aquí.
–No era para ti. Esta mañana, como no contestabas al teléfono, fui a buscarte a casa. En el portal había un vecino tuyo, Manuel no se qué. Estaba pegando un cartel….
–El del segundo.
–¿Cómo?
–Tengo un vecino, en el piso de abajo, que se llama Manolo.
-Pues sí, no sé, sería el del segundo, no sé… El caso es que estaba pegando un cartel. Ponía que por favor, si alguien encontraba un sobre en el portal, se lo devolviera porque había algo muy importante dentro. Se lo había mandado su hermano, me dijo. Que vive en Ferrol.
Almudena se quedó callada. Martín seguía hablando. Le estaba contando algo sobre la llamada de la noche anterior, pero ella ya no le escuchaba. Almudena estaba otra vez en el autobús, intentando reconstruir todo.
Había llegado puntual a la estación por la mañana, pero Martín no estaba. Tampoco le preocupaba. Prefería ir sola. Tenía la sensación de que estaba metiéndose en algún lío y no quería complicar a nadie. Subió al autobús y se sentó en la última fila. Tenía asignada la plaza número 23, pero el autobús iba casi vacío y a ella siempre le gustaba ir sentada al fondo.
Fue durante el viaje cuando se le ocurrió pensar que la persona que le había mandado el sobre no la esperaba en Ferrol, sino que estaba allí dentro, en el mismo autobús. Miró a su alrededor y empezó a descartar posibilidades. Habría sólo unos doce pasajeros. Una señora roncando suavecito en la primera fila, una pareja joven hablando y riéndose todo el rato… Ninguno le sonaba de nada. Aunque desde el fondo sólo veía sus nucas, se había fijado bien uno a uno cuando había subido al autobús y nadie le resultó familiar.
Sólo un chico le había llamado un poco la atención. No sabía por qué, pero le recordaba un poco a alguien. Tenía el pelo muy corto y era muy blanco de piel. No tenía pinta de estar enfermo, simplemente parecía que no le había dado el sol en años. Era pelirrojo, pero no tenía pecas en la cara. Al principio le llamó la atención porque viajaba solo y sin embargo, iba sentado en el asiento del pasillo. Le pareció raro. Todo el mundo prefiere ventanilla. Pero nada más.
Después, cuando ya llevaban casi una hora de viaje, el chico se giró. Primero fue una mirada rápida. La segunda vez fue más descarado. Estaba mirándola a ella, claramente. No había nadie más sentado tan atrás. Durante todo el viaje el chico se giró para mirarla varias veces. Pero no decía nada. Ni siquiera cambiaba la expresión de su cara. Pero el blanquito ese no dejaba de mirarla.
Almudena empezaba a ponerse nerviosa. Se revolvía en su asiento e intentaba disimular, como si no se estuviera dando cuenta de nada. Entonces se le ocurrió pensar en lo de los asientos. El chico estaba sentado en el número 22. En el pasillo. Se le hizo un nudo en la garganta. En el billete que ella tenía en la mano ponía 23, ventanilla. Estaba claro. Ése era el que la esperaba, el que le había dejado el sobre con dinero en el portal, el que la había hecho coger un autobús a Ferrol un sábado por la mañana y le había comprado un billete a su lado. Empezó a preguntarse qué podría querer de ella. Quién era ese chico. De qué le sonaba su cara.
El conductor anunció una parada de veinte minutos. Almudena esperó a que todos bajaran. Cogió el abrigo y salió del autobús. El chico blanquito había entrado al bar del área de descanso. Hacía frío, pero Almudena prefería quedarse fuera, esperando. Pasaron más de veinte minutos y el conductor no volvía. Ella tenía ganas de ir al baño y al final decidió entrar. El blanquito estaba apoyado en la barra tomando un café. Ella pasó por detrás, en dirección a los servicios. Él dejó su café sobre la barra y la siguió.
Almudena se encerró en el baño, nerviosa. Sabía que él la estaba esperando fuera. Su mente empezaba a ir cada vez más rápido, imaginando quién era ese tío y por qué la estaba siguiendo. Tenía miedo. No quería salir del baño, pero le preocupaba que el conductor se marchase dejándola allí sola con aquel loco. Cuando se atrevió a salir, no había nadie en la puerta. El bar estaba vacío. Ni siquiera estaba el camarero detrás de la barra. Se habían ido todos. Almudena salió a la calle. El autobús se había marchado. De repente le vio. Estaba un poco más allá, sentado de espaldas en un pequeño descampado. No había casas ni bares ni nadie más por la calle. Ella le llamó.
–¡Eh, tú!
Él siguió sentado en el suelo sin mirarla.
–Oye, ¡qué quieres de mí, eh! ¿Por qué me has hecho venir aquí? ¿Te crees que no me he dado cuenta?
Estaba segura de que la podía oír, no había ni un ruido, sólo un poco de viento, y estarían a menos de 10 metros . Pero él no la respondía. Le entró pánico. Estaba sola con ese tío en medio de la nada. La había traído hasta allí quién sabe para qué. Ya no podía pensar con claridad. Siguió llamándole, gritando, mientras caminaba rápido hacia él. El chico seguía sentado de espaldas, sin decir nada.
Cuando ella estaba justo detrás, el chico se levantó de golpe. Antes de que tuviera tiempo de darse la vuelta, Almudena cogió una piedra del suelo y le dio en la cabeza.
El chico estaba tumbado en el suelo. No se movía. Sangraba mucho. En ese momento fue cuando Almudena oyó el teléfono.
No habría pasado más de media hora, pero al recordarlo todo le parecía que el sobre, los billetes, el viaje, el chico pálido del autobús, la piedra, la llamada. Todo parecía haber pasado hace muchos años atrás.
La voz de Martín se seguía oyendo a través del teléfono, cada vez más lejos. Almudena se agachó y le dio unos golpecitos en el hombro. Estaba muerto. Con mucho esfuerzo, le dio la vuelta para dejarle bocarriba. Seguía igual de pálido que en el autobús, con la misma inexpresividad en la cara. De los bolsillos de su pantalón sobresalían un montón de mecheros bic, de distintos colores. Almudena le vació los bolsillos, extrañada. Había por lo menos diez mecheros. Había también varios papelitos. Rectangulares, pequeños, arrugados.  Almudena cogió uno. Empezó a leerlo despacio, en voz alta, pero cuando iba por la mitad se quedó callada. Aunque siguiera vivo y lo hubiese leído a gritos, aquel chico blanquito nunca podría haberla oído.

jueves, 11 de noviembre de 2010

Segunda mano

Segunda mano
Sergio López, 2010 

“Discos Areusa. Compraventa de discos de segunda mano. Entrada por acceso peatonal al parking”. Un hombre alto, con pelo largo y gabardina, comprobó en una libreta que el nombre coincidía con el que tenía apuntado y bajó las escaleras que conducían al subterráneo.
Ahí abajo, en aquel sótano que olía a orín, Cosme llevaba 22 años regentando su tienda de discos usados. Y nada hacía suponer que ese día pudiera ser distinto a cualquier otro de los días de aquellos 22 años. La vida de Cosme era monótona y se limitaba a su trabajo, un trabajo monótono cuya norma fundamental era poner mala cara cuando alguien venía a vender discos. Cosme examinaba la mercancía como si le diera asco tocarla, la adquiría por un precio ridículo y la revendía por prácticamente lo que costaba en la Fnac. Por alguna incomprensible razón, una amplia parroquia de clientes habituales mantenía el negocio en marcha.
El hombre de la gabardina entró en la tienda y caminó por entre los expositores sobre los que varios compradores rebuscaban, intentando encontrar algo entre el desorden absoluto –Anthrax al lado de Carlos Gardel, etc. –. Como las existencias estaban integradas por aquello de lo que la gente se deshacía, la sección de música estaba llena de discos de Enya y Mike Oldfield y no había ninguno de Aretha Frankin ni de John Coltrane, por más que los compradores se afanaran por encontrarlos.
El hombre de la gabardina no se paró a considerar la mediocridad del catálogo. Fue directo hacia el mostrador. Allí, Cosme terminaba de examinar los discos que le acababa de traer un chico de unos dieciocho años.
–Este ya le tengo y no le doy salida... Este otro… nada, mierda pura… ¿Y, éste? ¿Fito y los Fitipaldis? ¿Quién cojones es éste?
–Es el cantante de Platero y Tú. Este es su primer disco en solitario. Lo sacó hace un año. Es muy bueno –explicó el cliente.
–Lo que tú digas, pero yo maquetas no quiero.
–No es una maqueta.
–Bueno, es igual –zanjó Cosme–. A ver ¿Qué es lo que pides tú por estos discos?
–Pues, no sé…
–No. Dime tú un precio. Dime lo que tú pides por ellos. ¿Cuánto crees que valen?
–Pues estos, los de los Rolling y los de los Clash son buenos, por lo menos 500 pesetas, cada uno. Los otros, vale que sean menos conocidos, pero… pues, no sé, ¿5.000 pesetas por todos?
–Mira –Cosme sonrió e hizo una pausa dramática mientras sostenía en alto los doce CDs con la mano izquierda–. Esto no vale nada.
–¿Cómo que nada?
–Nada. Esto no se vende. Y, si se vende, se vende muy mal. Cuanto peor se vende, menos vale… son las leyes de la oferta y la demanda, no me las he inventado yo. Yo no puedo comprar cosas que sé que voy a tardar en vender. Tengo la tienda llena y ya no doy abasto. Estamos a tope. No tenemos sitio para más discos.
Cosme devolvió los discos al joven, que no dijo nada.
–Haciéndote un favor –retomó Cosme–, puedo darte 1.700 pesetas. Para que no te vuelvas a casa cargado. Te estoy haciendo un favor –recalcó.
El joven, tras unos segundos de indecisión, indignación y aspaviento, accedió.
Cuando se marchó el chico, Cosme quedó frente a frente con el hombre de la gabardina, que le miraba a través de unas gafas de montura fina.
–¿Qué deseaba? –preguntó Cosme. Estaba ligeramente inquieto y no sabía por qué. Día tras día entraban en su tienda decenas de personas de lo más extraño y poco recomendable, desde frikis adictos a las rarezas musicales hasta yonkis que vendían sus discos de Raimundo Amador y Morente para comprar una dosis más de heroína. No sabía por qué le alteraba un individuo que, para empezar, vestía de forma bastante correcta.
–Venía a traerle un disco.
–No compro discos sueltos.
–No. No me entiende. No vengo a venderle un disco. Vengo a traerle un disco. Tome, es suyo.
Era un disco de vinilo de siete pulgadas. Venía dentro de su correspondiente carátula de cartón, solo que en la carátula de cartón, blanca, no ponía nada.
–No me fío de nada que sea gratis. Nada es gratis.
El hombre de la gabardina hizo caso omiso. Dejó el disco en el mostrador, se dio media vuelta y se dirigió a la puerta.
–Pero, oiga, espere –dijo Cosme.
–El disco es suyo –insistió el hombre sin girarse–. Le estoy haciendo un favor.
–En la carátula no hay nada escrito.
–Pues escríbalo usted.
¡Balam! La puerta se cerró tras el hombre y Cosme se quedó mirando el estuche del vinilo en blanco sin saber qué pensar.

Al día siguiente, Discos Areusa no abrió. El día de después, tampoco, y así sucesivamente. La madre y la hermana de Cosme denunciaron su desaparición a la policía. Los dos empleados de la tienda también estuvieron un tiempo indagando por su cuenta, intentando averiguar por qué se habían quedado sin empleo. Fue infructuoso: no se volvió a saber nada del jefe.
Once años más tarde, la concesionaria de los aparcamientos municipales, propietaria del local, alquiló de nuevo el espacio. Había permanecido vacío durante todo ese tiempo y, por sorprendente que parezca, los discos, los carteles, la caja registradora y todo lo demás permanecía igual que lo había dejado Cosme el último día que trabajó allí.
El nuevo arrendatario se llamaba Carlos y era un joven de 29 años que recordaba nítidamente haber vendido discos una vez en la vieja tienda y haberse sentido estafado. Eligió precisamente ese local por una cuestión de justicia poética: vendería los discos y el material que permanecía dentro y con el dinero amortizaría parte del esfuerzo económico de poner en marcha su negocio.
El local, aparte de oscuro y subterráneo, estaba en una zona degradada del centro de la ciudad. Todo eso, pegas para cualquier negocio normal, eran virtudes para la tienda de cómics súper especializada que él tenía en mente. Carlos, mientras el administrador le hacía entrega de las llaves del establecimiento, se imaginaba colas de fanáticos de Marvel llenando aquel sótano. Acababa de firmar el contrato de arrendamiento.
–Bueno, pues espero que tengas suerte, hijo, de verdad –le dijo el administrador del aparcamiento–. Ya te digo que hemos tenido el local sin ocupar once años. Nadie más lo ha querido arrendar.
–¿Podemos entrar ahora?
–Claro que sí. Ya tienes las llaves.
–Ah, pues… ¡perfecto! Voy a echar un vistazo.
Ambos se encaminaron desde el despacho de la administración del parking al local que todavía tenía el cartel de Discos Areusa.
–¿Qué le pasó a la tienda de discos? –preguntó Carlos–. Cerró hace mucho, ¿no?
–Cerró de repente hace 11 años. El dueño desapareció. No se volvió a saber nada de él. Se lo tragó la tierra. Yo creo que estaba harto, que se le hincharon las pelotas y se marchó, sin más. Igual ahora está viviendo una nueva vida en cualquier lado. Brasil…
El joven se quedó pensando un instante y respondió.
–Muy adecuado para un vendedor de discos de segunda mano. 
–¿Eh…? ¿Por qué?
–Bueno. Los artículos de segunda mano tienen una segunda oportunidad, una segunda vida.
El administrador pensó que el nuevo inquilino era un tanto raro.
–Bueno, chico, te dejo para que veas con calma lo que hay. Lo que te interese te lo puedes quedar y lo que no, lo sacas en cajas afuera y ya nos encargamos nosotros de liquidarlo. Estoy en el despacho, si necesitas algo. Hasta luego. –Se marchó y le dejó solo en el local.
Carlos se puso a rebuscar con deleite entre los discos. Olía a cerrado y a humedad y una gruesa capa de polvo lo cubría todo. Tras el mostrador había un tocadiscos. Comprobó que funcionaba pinchando varios de los vinilos que había ido seleccionando.
De repente vio algo que hizo que le diera un vuelco al corazón. La emoción le subió por la tráquea desde el pecho y terminó aflorando por sus ojos en forma de un par de lágrimas. Junto al reproductor, había una mesita y en ella, una pila de CDs y vinilos. Entre aquellos discos estaban todos los compactos que él había vendido 11 años antes por 1.700 míseras pesetas. Discos Areusa cerró el mismo día que él hizo aquel negocio ruinoso. Se le puso la piel de gallina de pensarlo.
En la mesita, al lado de aquellos discos que habían vuelto a él, había otra docena de grabaciones, tanto en formato compacto como en vinilo. De entre todas, una le llamó poderosamente la atención. Era un SP de vinilo de 7 pulgadas.  La carátula era blanca y no tenía absolutamente nada escrito. La curiosidad le distrajo de la fuerte impresión que se acababa de llevar. Sacó el disco de la funda y lo puso a dar vueltas en el tocadiscos.
Esperó a que comenzara a sonar la música, pero no sonó música ninguna. Tampoco voz, ni ningún ruido, a excepción de los chasquidos de la aguja.   
Al igual que la carátula, el disco estaba en blanco.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

No recuerdo haber estado nunca en ese sitio

–No recuerdo haber estado nunca en ese sitio. Y mucho menos el cuatro de octubre. –Almudena sacó de su bolso un billete de autobús bastante arrugado y lo dejó encima de la mesa. Frente a ella, Martín, no entendía nada.
–El otro día… bueno, hace unas semanas, me puse a sacar todo lo que llevaba en los bolsillos de la chaqueta de entretiempo. La había estado llevando días atrás y la quería echar a lavar. Bueno, pues, entre un cupón de la ONCE, un post–it doblado con un teléfono, un metrobús gastado y un recibo de la compra de Carrefour, apareció este billete de autobús de Avanza Bus a La Puebla de Montalbán, Toledo, con fecha del cuatro de octubre. Ida y vuelta. 6,97 euros. Me puse a recordar qué había hecho el cuatro de octubre, es decir, el lunes anterior. Nada en especial. Había ido a trabajar y me había tomado una cerveza con unos compañeros a la salida. Después… no lo tenía muy claro entonces ni tampoco lo tengo ahora, pero creo que vi una película en casa. Vi Brazil de Terry Gilliam aquella semana, pero no recuerdo si fue el lunes, el martes o el miércoles… En fin, entonces no le di mucha importancia. Entonces.
Martín no sabía que pensar. Lo que relataba Almudena parecía la anécdota más intrascendente del mundo. Sin embargo, el tono de voz con el que ella lo estaba contando… y su mirada sombría clavada en el billete de autobús, miserable y arrugado, que había dejado encima de la mesa…
–Ese billete podría haber salido de cualquier parte.
–Eso es. En aquel momento, mi única preocupación, si se puede llamar así fue saber cómo había llegado al bolsillo de mi chaqueta un billete de autobús usado y que no era mío. Pensé, medio en broma: a ver si me está entrando síndrome de Diógenes y me ha dado por coger cosas de la basura. Un síndrome de Diógenes chiquitito, claro, circunscrito, únicamente, a… al ámbito de mi chaqueta de entretiempo. Bueno. No me preocupé mucho, en definitiva, porque era la primera vez que me pasaba.
–¿La primera vez…?
–La segunda vez fue aproximadamente una semana después. –Almudena sacó un segundo billete de autobús, tan arrugado como el primero, y lo puso sobre la mesa con un movimiento nervioso. –Estaba cambiando mis cosas de un bolso a otro y de entre el caos apareció esto. Otro billete de autobús. A El Burgo de Osma, en Soria. Otro lugar en el que no he estado en mi vida. O no recuerdo haber estado.
–Una casualidad…
–Una casualidad, eso pensé entonces. Una casualidad… Este billete tiene fecha del 9 de octubre, domingo. ¿Recuerdas que hicimos el 9 de octubre? ¿Nos vimos?
–¿Qué si nos vimos? No sé, no lo recuerdo.
–¿No tienes una agenda, un diario, una moleskine o algo así?
–No. ¿Tienes tú?
–Pues tampoco. Bueno, tengo la agenda del trabajo. Pero apunto sólo cosas relacionadas con el trabajo.
–Claro.
–Bueno. De nuevo, no le di mucha importancia a aquello. Mi día a día como parte de la maquinaria represora de Orange, velando por el estricto cumplimiento de las normas orwellianas de sus contratos de telefonía móvil e Internet, no me deja mucho tiempo para pensar en mis cosas. ¡Cómo odio ese trabajo! Bueno, no le di muchas vueltas hasta que, una semana después volví a cambiar de bolso y apareció esto. –Almudena dejó un tercer billete sobre la mesa. Un cerco redondo de cerveza se dibujó en su superficie rugosa.
–16 de octubre. Mendavia. No lo había oído en mi vida. Tuve que buscarlo en el mapa. Está en Navarra. Y aún no lo has visto todo…