jueves, 11 de noviembre de 2010

Segunda mano

Segunda mano
Sergio López, 2010 

“Discos Areusa. Compraventa de discos de segunda mano. Entrada por acceso peatonal al parking”. Un hombre alto, con pelo largo y gabardina, comprobó en una libreta que el nombre coincidía con el que tenía apuntado y bajó las escaleras que conducían al subterráneo.
Ahí abajo, en aquel sótano que olía a orín, Cosme llevaba 22 años regentando su tienda de discos usados. Y nada hacía suponer que ese día pudiera ser distinto a cualquier otro de los días de aquellos 22 años. La vida de Cosme era monótona y se limitaba a su trabajo, un trabajo monótono cuya norma fundamental era poner mala cara cuando alguien venía a vender discos. Cosme examinaba la mercancía como si le diera asco tocarla, la adquiría por un precio ridículo y la revendía por prácticamente lo que costaba en la Fnac. Por alguna incomprensible razón, una amplia parroquia de clientes habituales mantenía el negocio en marcha.
El hombre de la gabardina entró en la tienda y caminó por entre los expositores sobre los que varios compradores rebuscaban, intentando encontrar algo entre el desorden absoluto –Anthrax al lado de Carlos Gardel, etc. –. Como las existencias estaban integradas por aquello de lo que la gente se deshacía, la sección de música estaba llena de discos de Enya y Mike Oldfield y no había ninguno de Aretha Frankin ni de John Coltrane, por más que los compradores se afanaran por encontrarlos.
El hombre de la gabardina no se paró a considerar la mediocridad del catálogo. Fue directo hacia el mostrador. Allí, Cosme terminaba de examinar los discos que le acababa de traer un chico de unos dieciocho años.
–Este ya le tengo y no le doy salida... Este otro… nada, mierda pura… ¿Y, éste? ¿Fito y los Fitipaldis? ¿Quién cojones es éste?
–Es el cantante de Platero y Tú. Este es su primer disco en solitario. Lo sacó hace un año. Es muy bueno –explicó el cliente.
–Lo que tú digas, pero yo maquetas no quiero.
–No es una maqueta.
–Bueno, es igual –zanjó Cosme–. A ver ¿Qué es lo que pides tú por estos discos?
–Pues, no sé…
–No. Dime tú un precio. Dime lo que tú pides por ellos. ¿Cuánto crees que valen?
–Pues estos, los de los Rolling y los de los Clash son buenos, por lo menos 500 pesetas, cada uno. Los otros, vale que sean menos conocidos, pero… pues, no sé, ¿5.000 pesetas por todos?
–Mira –Cosme sonrió e hizo una pausa dramática mientras sostenía en alto los doce CDs con la mano izquierda–. Esto no vale nada.
–¿Cómo que nada?
–Nada. Esto no se vende. Y, si se vende, se vende muy mal. Cuanto peor se vende, menos vale… son las leyes de la oferta y la demanda, no me las he inventado yo. Yo no puedo comprar cosas que sé que voy a tardar en vender. Tengo la tienda llena y ya no doy abasto. Estamos a tope. No tenemos sitio para más discos.
Cosme devolvió los discos al joven, que no dijo nada.
–Haciéndote un favor –retomó Cosme–, puedo darte 1.700 pesetas. Para que no te vuelvas a casa cargado. Te estoy haciendo un favor –recalcó.
El joven, tras unos segundos de indecisión, indignación y aspaviento, accedió.
Cuando se marchó el chico, Cosme quedó frente a frente con el hombre de la gabardina, que le miraba a través de unas gafas de montura fina.
–¿Qué deseaba? –preguntó Cosme. Estaba ligeramente inquieto y no sabía por qué. Día tras día entraban en su tienda decenas de personas de lo más extraño y poco recomendable, desde frikis adictos a las rarezas musicales hasta yonkis que vendían sus discos de Raimundo Amador y Morente para comprar una dosis más de heroína. No sabía por qué le alteraba un individuo que, para empezar, vestía de forma bastante correcta.
–Venía a traerle un disco.
–No compro discos sueltos.
–No. No me entiende. No vengo a venderle un disco. Vengo a traerle un disco. Tome, es suyo.
Era un disco de vinilo de siete pulgadas. Venía dentro de su correspondiente carátula de cartón, solo que en la carátula de cartón, blanca, no ponía nada.
–No me fío de nada que sea gratis. Nada es gratis.
El hombre de la gabardina hizo caso omiso. Dejó el disco en el mostrador, se dio media vuelta y se dirigió a la puerta.
–Pero, oiga, espere –dijo Cosme.
–El disco es suyo –insistió el hombre sin girarse–. Le estoy haciendo un favor.
–En la carátula no hay nada escrito.
–Pues escríbalo usted.
¡Balam! La puerta se cerró tras el hombre y Cosme se quedó mirando el estuche del vinilo en blanco sin saber qué pensar.

Al día siguiente, Discos Areusa no abrió. El día de después, tampoco, y así sucesivamente. La madre y la hermana de Cosme denunciaron su desaparición a la policía. Los dos empleados de la tienda también estuvieron un tiempo indagando por su cuenta, intentando averiguar por qué se habían quedado sin empleo. Fue infructuoso: no se volvió a saber nada del jefe.
Once años más tarde, la concesionaria de los aparcamientos municipales, propietaria del local, alquiló de nuevo el espacio. Había permanecido vacío durante todo ese tiempo y, por sorprendente que parezca, los discos, los carteles, la caja registradora y todo lo demás permanecía igual que lo había dejado Cosme el último día que trabajó allí.
El nuevo arrendatario se llamaba Carlos y era un joven de 29 años que recordaba nítidamente haber vendido discos una vez en la vieja tienda y haberse sentido estafado. Eligió precisamente ese local por una cuestión de justicia poética: vendería los discos y el material que permanecía dentro y con el dinero amortizaría parte del esfuerzo económico de poner en marcha su negocio.
El local, aparte de oscuro y subterráneo, estaba en una zona degradada del centro de la ciudad. Todo eso, pegas para cualquier negocio normal, eran virtudes para la tienda de cómics súper especializada que él tenía en mente. Carlos, mientras el administrador le hacía entrega de las llaves del establecimiento, se imaginaba colas de fanáticos de Marvel llenando aquel sótano. Acababa de firmar el contrato de arrendamiento.
–Bueno, pues espero que tengas suerte, hijo, de verdad –le dijo el administrador del aparcamiento–. Ya te digo que hemos tenido el local sin ocupar once años. Nadie más lo ha querido arrendar.
–¿Podemos entrar ahora?
–Claro que sí. Ya tienes las llaves.
–Ah, pues… ¡perfecto! Voy a echar un vistazo.
Ambos se encaminaron desde el despacho de la administración del parking al local que todavía tenía el cartel de Discos Areusa.
–¿Qué le pasó a la tienda de discos? –preguntó Carlos–. Cerró hace mucho, ¿no?
–Cerró de repente hace 11 años. El dueño desapareció. No se volvió a saber nada de él. Se lo tragó la tierra. Yo creo que estaba harto, que se le hincharon las pelotas y se marchó, sin más. Igual ahora está viviendo una nueva vida en cualquier lado. Brasil…
El joven se quedó pensando un instante y respondió.
–Muy adecuado para un vendedor de discos de segunda mano. 
–¿Eh…? ¿Por qué?
–Bueno. Los artículos de segunda mano tienen una segunda oportunidad, una segunda vida.
El administrador pensó que el nuevo inquilino era un tanto raro.
–Bueno, chico, te dejo para que veas con calma lo que hay. Lo que te interese te lo puedes quedar y lo que no, lo sacas en cajas afuera y ya nos encargamos nosotros de liquidarlo. Estoy en el despacho, si necesitas algo. Hasta luego. –Se marchó y le dejó solo en el local.
Carlos se puso a rebuscar con deleite entre los discos. Olía a cerrado y a humedad y una gruesa capa de polvo lo cubría todo. Tras el mostrador había un tocadiscos. Comprobó que funcionaba pinchando varios de los vinilos que había ido seleccionando.
De repente vio algo que hizo que le diera un vuelco al corazón. La emoción le subió por la tráquea desde el pecho y terminó aflorando por sus ojos en forma de un par de lágrimas. Junto al reproductor, había una mesita y en ella, una pila de CDs y vinilos. Entre aquellos discos estaban todos los compactos que él había vendido 11 años antes por 1.700 míseras pesetas. Discos Areusa cerró el mismo día que él hizo aquel negocio ruinoso. Se le puso la piel de gallina de pensarlo.
En la mesita, al lado de aquellos discos que habían vuelto a él, había otra docena de grabaciones, tanto en formato compacto como en vinilo. De entre todas, una le llamó poderosamente la atención. Era un SP de vinilo de 7 pulgadas.  La carátula era blanca y no tenía absolutamente nada escrito. La curiosidad le distrajo de la fuerte impresión que se acababa de llevar. Sacó el disco de la funda y lo puso a dar vueltas en el tocadiscos.
Esperó a que comenzara a sonar la música, pero no sonó música ninguna. Tampoco voz, ni ningún ruido, a excepción de los chasquidos de la aguja.   
Al igual que la carátula, el disco estaba en blanco.

2 comentarios:

Isabel dijo...

joder. me ha gustado :)

Anónimo dijo...

Sergio, pero ¿qué pasa con ese disco? ¿Por qué un disco en blanco hace que el dueño desaparezca? No lo entiendo y me pica mucho la curiosidad...

Elisa.