viernes, 24 de diciembre de 2010

Tradicional mensaje de Nochebuena de su majestad el Rey

Españoles:

Los jóvenes se rebelan y se enfrentan a las autoridades con piedras y fuego.

¿Son los cientos de miles de jóvenes que no pueden acceder al mercado laboral y emanciparse?

No. Son los jóvenes de Pozuelo de Alarcón, el municipio más pijo de Madrid. Se rebelan porque no les dejan hacer botellón en las fiestas locales.

Españoles: Los trabajadores montan en cólera y emprenden una huelga salvaje que paraliza el país durante dos días.

¿Son los cientos de miles de trabajadores afectados por despidos, EREs y recortes salariales y de derechos sociales?

No. Qué va. Son los trabajadores de las torres de control de los aeropuertos, que ganan más de 300.000 euros al año.

Españoles: Un canal de televisión de noticias va a dejar de emitir esta noche porque el accionariado no cree en su rentabilidad.

¿Es algún lamentable chiringuito informativo montado al calor de unas concesiones de frecuencias en TDT que huelen a distancia? (Intereconomía, 13tv, PopularTv, LibertadDigital Tv...)

No. Para nada. Es CNN+, una apuesta seria y ambiciosa por el periodismo de calidad.

Españoles: no sé si será culpa suya, mía o de que nos la vendieron ya podrida y no podemos hacer demasiado al respecto, pero el caso es que España apesta y da puto asco.

Feliz navidad.

miércoles, 22 de diciembre de 2010

Tiempo

Hace tiempo tuve tanto miedo de perder el tiempo
(y soy tan desastre, lo pierdo todo),
que lo acabé repartiendo por ahí.
Y ahora estoy en deuda de horas y minutos contigo.
     Tenía miedo de perder mi tiempo
y se lo di  a otros, para que me lo guardasen.
Y ahora peleo para que me lo devuelvan
(y no es fácil).
      Exijo que me devuelvan cada minuto y cada segundo
invertido en fondos de escasa rentabilidad
que no me ofrecen, ni siquiera, una esperanza
de futuro, como la que me ofreces tú.
      Ahora que me he dado cuenta de que
no se puede ahorrar el presente
y que lo único que se puede almacenar es el pasado
y sólo sirve como lastre, exijo que me devuelvan mi tiempo.
      No lo quiero para mí, sino para gastármelo en ti.
Para invertirlo en lo único que merece la pena.
Para darte las horas, los minutos, los segundos,
los lugares, las palabras:
el tiempo y el espacio y los poemas que no son poemas.
     Porque no pienso que esté perdiendo el tiempo contigo,
sino ganándolo.

El limbo

El limbo
Sergio López, 2010

Se oye un leve pitido en la sala de espera, ¡pip!, y el teleindicador que mostraba el número R910 pasa a mostrar el número R911. El portador del número R911 se levanta y se encamina hacia el mostrador de REGISTRO. Es un hombre joven. Demasiado joven para estar ahí. Lleva una carpeta azul de gomas, llena a rebosar de una cantidad fabulosa de papeles y formularios. "Esta vez, sí", piensa. Por fin lo tiene todo para hacerse con el concurso y acceder a la plaza. La carpeta cae sobre la mesa con estruendo, ¡blam!, y el joven se toma un momento para recuperar el aliento antes de hablar.
-Aquí está toda la documentación que me faltaba, junto con la actualización de la que ya traje en su día. Tal y como me pedíais. La vida laboral, la solicitud de acceso, el expediente académico, la carta de recomendación del párroco de mi barrio y el certificado de buena conducta. Los formularios E310, E330 y E789. El aditivo E300 y el certificado de compra del líquido embalsamante. Todo fotocopiado, sellado, compulsado y por quintuplicado. Escrito en letra verdana 12 puntos, con interlineado doble, a una cara y metido en sobres A-4 sin lacrar.
-¿Trae el certificado de defunción? -pregunta uno de los dos funcionarios, desde el otro lado de la mesa.
-Desde luego -responde el joven-. Fue toda una aventura conseguirlo, pero aquí está. El certificado de defunción.
-Bien.

El funcionario recoge la montaña de papeles. Entre todos aquellos legajos, el certificado de defunción y la factura del líquido embalsamante tienen un extraño aspecto de materialidad. Los va colocando, uno a uno, en un cajón. La funcionaria que está sentada a su derecha le lanza una mirada de complicidad y al funcionario se le escapa una sonrisa irónica. Al joven no le gusta aquello.
-Eh, un momento. ¿Qué pasa? Os he traído toda la documentación que me pedíais. ¿No?
-Sí, sí, claro -responde el funcionario.
-Y la he traído en fecha, si no me equivoco. El plazo de alegaciones terminaba pasado mañana. ¿No?
-Correcto. El plazo de alegaciones concluye pasado mañana.
-Entonces, ¿qué pasa? Acabo de ver como os reíais de mi documentación.
La funcionaria de la derecha mira al joven con dulzura.
-Es que... A ver... tú vienes aquí, con toda tu buena intención, habiendo hecho las cosas bien. Habiéndote portado bien, como quien dice. Y nosotros no podemos evitar...
-Evitar qué, señora -inquiere el muchacho.
-Lo que mi compañera quiere decirte -añade el funcionario- es que... ya sabes cómo son estas cosas.
-No. No sé cómo son estas cosas -responde, enfadado, el joven.
-A ver, chico -pregunta la funcionaria-, ¿tú tienes padrino?
-¿Cómo padrino?
-Que si conoces a alguien en el comité de selección.
-No.
-¿No conoces a nadie en el comité de selección?
-¿A quién voy a conocer yo del comité de selección? ¿A San Pedro?
-Podría ser -dice la funcionaria-. Hay gente muy bien relacionada.
-Lo que mi compañera quiere decirte -continúa el funcionario- es que, si no tienes ningún padrino en el comité de selección, no tienes ninguna posibilidad de acceder. Ya sabes cómo son estas cosas...
-No. No sé cómo son estas cosas. ¿Por qué no tengo ninguna posibilidad?
-Si dices que te hemos dicho esto, lo negaremos. A ver: las plazas para el lugar al que tu quieres acceder  están ya dadas, tienen todas ya dueño...
-¿Qué?
-...y son todas para la gente que viene con padrino. Amigos.
-¡Pero -el joven está indignado- eso es una vergüenza! Entonces, ¿para qué se hace un concurso público?
-Hombre, hay que mantener las formas -responde la funcionaria.

El joven se ha puesto rojo de ira.
-Me he hartado -dice-. Llevo toda mi vida preparándome para acceder a este lugar. Toda mi vida. Y las últimas semanas me las he pasado, como alma en pena, reuniendo toda la documentación que me habéis pedido. He cumplido religiosamente todos los requisitos y mandamientos. Según el baremo que aparece en las bases que habéis publicado, mi puntuación debe ser altísima. De las más altas. Seguro. Pero ahora resulta que para entrar se te tiene que haber aparecido un santo.
-Bueno, yo que tú -dice la funcionaria, alisándose un pliegue de su túnica blanca-, lo seguiría intentando, mi alma. Total, tienes todo el tiempo del mundo. Y este es un muy buen puesto. Y es para siempre.
-Paso. He hecho todo bien durante toda mi vida y parece que no ha servido de nada. Se me ha agotado la paciencia. No aguanto ni un minuto más en el limbo. Me voy Abajo, que seguro que es mucho más fácil entrar.
-¡Uyyyy! ¡Abajo! -exclama la funcionaria- Lo de Abajo lo privatizaron, pero es muy difícil entrar, igualmente. Si no tienes contactos, muy complicado.
-Bueno -tercia el funcionario-, a veces, el mismísimo señor Cerbero entrevista personalmente a los candidatos a acceder a Lo de Abajo. Si le caes en gracia, tienes alguna posibilidad de entrar sin enchufe. Pero, para eso, tienes que demostrarle que eres un auténtico cabrón sin escrúpulos, cosa que veo complicada en tu caso.

El señor Cerbero es el jefe de admisión de personal de Lo de Abajo, del mismo modo que el señor San Pedro es jefe del mismo departamento en Lo de Arriba. El señor Cerbero es un perro de tres cabezas, mientras que el señor San Pedro es un anciano de barba blanca y aspecto apacible. Pero el funcionario no ha tenido tiempo de explicar nada de esto al joven: han tocado las dos en punto en el reloj de las oficinas centrales de las Puertas del Cielo y el funcionario, su compañera y el resto de empleados han salido volando (literalmente) o se ha desvanecido  mágicamente entre la bruma de las nubes. El joven se ha quedado sentado frente al mostrador vacío, mirando hacia la nada eterna y asumiendo que, pese a lo mucho que se ha preparado, le tocará quedarse en el limbo durante el resto de su muerte.

jueves, 16 de diciembre de 2010

Dinero

Dinero
Sergio López, 2010



Ya lo sé. Hay cosas en la vida más importantes que el dinero. El problema es que hace falta tener dinero para dejar de pensar en él. No quiero decir que los ricos no piensen en el dinero. Piensan en él, claro. Pero de otra manera. Si eres pobre, piensas en el dinero, sí o sí. No te queda más remedio. El dinero ocupa un espacio en tu cabeza inversamente proporcional al que ocupa en tu bolsillo. En la cabeza todo está conectado y la neurona donde almacenas la cuenta de los céntimos del dinero que no tienes está conectada con la neurona que te recuerda que tienes hijos; y ésta, con la que te dice que tienes hambre; y ésta, con la que te avisa de que tienes que pagar el alquiler; y ésta, con la que te machaca con que tu marido te ha dejado. Todos los pensamientos encadenados: ningún amigo o familiar que te pueda echar un cable. Un jefe cabrón que no te paga. Los niños, que lloráis porque no tenéis la PlayStation, porque no podéis ir al viaje a Asturias con el resto de compañeros de clase, porque vais siempre vestidos con la misma ropa. Y, en el Inem, una funcionaria borde que me explica que si me voy de mi empresa, no tengo derecho a paro. Y que si me quedo, mi jefe tiene derecho a no pagarme porque su empresa de mierda ha quebrado y está en concurso de acreedores. Y coger la carpeta de los currículos y recorrerme Madrid de arriba abajo, una y otra vez. Sus puertas cerradas, su acumulación sucia de personas sucias y sin identidad. Sus cuatro millones de paredes.
            Todo ese espacio ocupaba el dinero en mi cabeza. Ya sé que no es disculpa, pero estaba obsesionada. Todos esos pensamientos encadenados estaban encadenados por el dinero. Sucio dinero. Ahora ya no tengo que pensar en él. De hecho, aquí me pagan un pequeño salario. No mucho, pero cuando salga tendré para ir tirando. Además de que comida y alojamiento no cuestan nada, claro. No pensar en el dinero es un alivio, la verdad. Pero poco, pensando en lo mucho que os echo de menos. Espero que os vaya bien sin mí.

jueves, 2 de diciembre de 2010

El Sistema

El sistema
Sergio López, 2010

-Lo siento, es el sistema, -dice ella mirando la pantalla de su ordenador. Los inexorables menús desplegables de la pantalla de su ordenador.
-¡No puede ser! -exclamo yo, alarmado-. ¿Está segura?
-Totalmente -responde-, he metido su nombre en el sistema y me dice que usted está dado de baja por incumplimiento de los términos 16.2 y 18.3/B del contrato de permanencia.
-¡Tiene que haber habido un error!
-El sistema no se equivoca.
-¿Cómo?
-El sitema dice que está usted dado de baja en el sistema. Sálgase de la cola, por favor. ¡Siguiente!
-Esto es una vergüenza.
-Deje de estorbar, ¿quiere hacer el favor? ¡Siguiente!
-¡Quiero poner una reclamación!
-En nuestra página web hay un formulario de sugerencias. Tambien puede ponerse en contacto con nuestro call center.
-¿No puede darme una hoja de re...?
-No. Le he dicho que yo no puedo hacer nada. Hable con nuestro call center. Y apártese de la cola de una vez.
-Pero...
-¡Siguiente!
Mientras le dice a la chica que va detrás de mi en la cola que me adelante, ella ha pulsado un menú desplegable de la pantalla táctil de su ordenador. Cuando me echo de ver, dos enormes agentes de seguridad me tienen cogido cada uno de un brazo y me sacan en volandas del edificio de la que hasta hace diez años se conocía como Biblioteca Nacional y ahora se llama madrid movistar Liverary!. Antes de arrojarme sobre el duro asiento trasero del coche patrulla de Securitas, uno de los dos gorilas me mira con una mirada algo así como cómplice y se disculpa:
-Lo siento, es el sistema.


viernes, 26 de noviembre de 2010

Solo debe quedar uno

Solo puede quedar uno
Sergio López, 2010

–Mira esta comida. Qué asco –susurró Álex, señalando el interior de la nevera– ¡Comprar en el Lidl es el paso inmediatamente anterior a coger la comida de la basura!
–Estoy harta de que siempre insinúes que mis amigos son mediocres –respondió Marta, mientras cogía cervezas del refrigerador–. ¡No son más mediocres que la mayoría! ¡No sé qué te has creído!
            El novio de Marta, había accedido a regañadientes a asistir al cumpleaños que uno de los mejores amigos de ella, Carlos, celebraba en su casa de Móstoles. Era la primera vez que Álex se aventuraba en ese entorno y procuraba no tocar nada de aquella casa pequeña y decorada con pésimo gusto. Si se veía obligado a hablar con alguien, intentaba mantenerse a una prudente distancia de su aliento.
            Álex era mayor que Marta. De hecho, lo era mucho más de lo que parecía a simple vista. Él había sido primero su profesor de Pensamiento Político de en la Universidad Pontificia. Después había sido el tutor de su tesis doctoral. En algún momento comenzaron a acostarse y al cabo de un tiempo que ni ellos mismos sabran precisar ya eran una pareja estable.
         Álex parecía adorar a Marta, pese a que a veces ella olvidase que la mayoría es mediocre y que la mediocridad es mayoritaria (“por definición”). Y a pesar de que sabía que más pronto que tarde tendría que alejarse de ella. Siempre le acababa sucediendo lo mismo.
Marta quería a Álex, a pesar de que le pareciese un pedante y un pijo.
            –¡Coge un poco más de tortilla, Álex, que no has comido nada! –ofreció Carlos.
      –No, gracias –dijo Álex intentando disimular el asco que le producía esa tortilla precocinada y recalentada–. No tengo mucha hambre.
     No se lo estaba pasando muy bien. Ninguna de las conversaciones de ninguno de los grupitos de invitados le producía el menor interés. La mayoría eran idénticos, pensaba, a la imagen que se había formado de ellos. El resto eran aún peores. La solución era emborracharse un poco para hacer que el tiempo pasara más rápido. El tiempo era una cosa muy relativa.
Sabía que si bebía era probable que no se cumpliera su deseo de pasar absolutamente desapercibido, pero asumió el riesgo. El quería optar por un perfil lo más discreto posible porque aparecía con cierta frecuencia en la televisión regional y no le apetecía que nadie le reconociese y le diese la tabarra. Finalmente, no pudo evitar ser uno de los dos grandes protagonistas de aquella noche.
–¿Has visto por aquí el Beefeater, Marta? Creo que voy a preparar un gin–tonic.
–En la mesita del salón –señaló–. Es decir… que conduzco yo de vuelta a Madrid, ¿no?.
–…eh, sí –algo acababa de alterar a Álex–, si no te importa. Oye –susurró–, ése de ahí, el de las patillas y la cabeza afeitada, ¿quién es?
–Es Samu, el novio de Berta –respondió Marta, con naturalidad.
–Joder. Parece un skinhead.
–Es un skinhead. Un skinhead de izquierdas. Sharp.
–¿Dónde me has metido? –preguntó Álex mientras vertía ginebra en su vaso.
–Oh. Que no te engañe su aspecto. Es un cacho de pan. Estudia arte dramático.
–Y la chica rubia con tatuajes que está a su lado…
Marta miró a Álex con suspicacia. Lo que había preocupado a Álex no era ni la ideología, ni la estética ni los brazos de Samu.
–Esa es la novia de Carlos, Emma. No la conozco demasiado.
–No pegan mucho, ¿no?
Quién es, pensó Álex. Conocía de algo a esa chica de pelo rubio oxigenado. Era delgada y llevaba unas mallas de leopardo, un montón de pendientes y una camiseta sin mangas que dejaba ver unos brazos llenos de tatuajes. Tenía la impresión de haber tratado con ella en algún lugar hacía mucho tiempo. Pero, ¿dónde? ¿cuándo? ¿Podía ser que…? No. Aquello era imposible. O, al menos, tan improbable que no merecía la pena tenerlo en consideración. Sintió un escalofrío y le dio un largo trago a su bebida. Marta notó algo raro. Él notó que ella notaba algo raro. Señaló discretamente a otro de los invitados.
–Y ese de la perilla y la cresta.
–¿Ese? Roberto. Entrenador de fútbol y miembro de una ONG que trabaja con niños de familias sin recursos.
–Vaya, que majo. Si me lo encuentro por la calle me cruzo de acera, de barrio y de término municipal.
–¡Álex!
Álex dio otro trago. A medida que bebía se hacía más patente que no conseguiría pasar desapercibido. Carlos, Berta y otros amigos de Marta mantenían una animada charla sobre sueños premonitorios. El profesor universitario les interrumpió.
–La mayoría está tan perdida que busca símbolos y señales. Pistas. Sueños premonitorios, presentimientos. También hay símbolos en la realidad que supuestamente nos dicen como hemos de actuar. La mayoría busca un orden en el caos y provoca las premoniciones. Si se rompe la pulsera que te regaló, malo. Si se pierde el anillo, malo. Si te llama justo cuando estabas pensando en ella, bueno. La pulsera, el anillo y el teléfono móvil se convierten en objetos mágicos. Es puro animismo. Puedo aseguraros que en 2.500 años no ha cambiado absolutamente nada.
Nadie dijo nada más al respecto.
–Voy a por un poco más de tarta. Está buenísima –se disculpó Marta.
El grupito se disolvió y Álex se quedó de pie con su copa en la mano. Con su pelo entrecano, sus pantalones de pinzas y su polo beige no pintaba nada entre la concurrencia. Idiotas, pensó, podría contarles historias increíbles, historias que les dejarían con la boca abierta hasta Semana Santa. Pero, bah, no se lo merecían.
Minutos después un chico de 27 años, homosexual, intentaba entablar conversación con él.
–Espero que Carlos no vaya a sacar el Sing Star –dijo, con impostada alarma–. Son un auténtico coñazo cuando se ponen a cantar.
–Lo máximo que espero de esta noche es que nadie me haya robado la chaqueta que he dejado en la habitación.
Peor fue cuando Álex se tomó su cuarto combinado alcohólico y empezó a hablar de política.
–Me niego a creer que mi voto valga lo mismo que el de un analfabeto funcional que no muestra la menor inquietud por lo que le rodea. De hecho no lo vale, todo el sistema electoral es una farsa para tener contenida a la masa. En los sistemas capitalistas el verdadero voto no son las papeletas electorales, sino el capital, intelectual y económico. La capacidad de influir económica o intelectualmente sobre los decisores o ser uno de ellos. Y ese voto está restringido a una minoría. Siempre ha sido así. Afortunadamente.
Las ideas elitistas del catedrático levantaban ya algunas ampollas en la Universidad Pontificia y en los medios de comunicación conservadores. En la fiesta de Carlos eran directamente tenidas por un insulto. Álex solía decirles a sus alumnos que él era “incluso anterior a Ortega”, cosa que estos interpretaban en sentido figurado o en tono de broma, pero que en realidad era cierto. Álex era muy anterior a Ortega.
Se dirigió al baño, pero alguien le flanqueó la entrada.
–No intentes engañarme, Alexander. Sé que eres tú.
La novia de Carlos estaba en frente de Álex, mirándole con ojos encendidos de odio.
–Sé que eres tú –repitió ella.
–Sí –Álex devolvió la mirada retadora a aquella mujer–. Vaya una sorpresa encontrarte aquí, Himilce. Pensaba que no estabas ya entre los vivos.
–Muy propio de ti y los tuyos, Alexander. Dar por muerto al enemigo antes de tiempo.
–Estamos ganando.
–Siempre estáis ganando. Lleváis ganando miles de años. Bah. Camináis triunfantes, victoria tras victoria… hacia vuestra derrota final.
–Veo que has elegido un aspecto muy adecuado a tu condición plebeya. Siempre fuiste una arrabalera. Recuerdo que en Roma vivías en el Aventino, entre las ratas. Con las putas.
–Y tú, Príncipe Alexander. ¿Qué es lo que eres tú? En Moravia empalabas a los campesinos en la puerta de tu castillo y hoy das cuartelillo teórico a los locos de la guerra preventiva y el liberalismo salvaje. Y encima eres tertuliano en Telemadrid. ¡Genocida!
–Lo de Moravia… eran otros tiempos. Si quieres hablamos de lo que hiciste tú en la Unión Soviética. Lo que me jode realmente de ti y los tuyos, Himilce, es que no queráis daros cuenta los que somos como tú y como yo somos mejores que esos campesinos. Esos campesinos no merecen tu compasión, estúpida.
–Nadie es mejor que nadie, nazi de mierda. Ni siquiera los que somos como tú y como yo. Todas las vidas valen lo mismo. Solo los locos sádicos como tú que no entienden que todas las vidas valen lo mismo merecen morir. La gente como tú sois el mal de la humanidad.
–Vosotros sí que sois una amenaza para la humanidad. Refugiados en la masa, en la mediocridad. Tenéis miedo de vuestra individualidad. Queréis que el individuo se diluya. Bah. Meter a todo el mundo en sacos y ponerles etiquetas. Eso sí que es un peligro para la humanidad. No somos iguales, Himilce. Los hombres no son iguales.
–Querrás decir los seres humanos... No, mujeres y hombres no somos iguales como individuos… afortunadamente, no me parezco en nada a ti… pero sí lo somos en derechos y deberes.
–No me vengas con cháchara del siglo XVIII. Esa historia está muy bien para contársela a los niños, pero no es verdad y, en última instancia, es nociva. Esa filosofía atenta contra la naturaleza. Va en contra lo que nos ha hecho evolucionar y no ser amebas en una charca: la supervivencia de los más fuertes.
–¡Qué idiotez! Evolucionar… si fuera por ti y los tuyos viviríamos en la Edad Media y ni siquiera los más privilegiados podríais vivir la mitad de bien de lo que vive la mayoría ahora.
–¿Eso es todo lo que tienes que decir? ¿No tienes ningún otro argumento?
–Tú lo has dicho: basta de cháchara.
–Es cierto. Lo nuestro no se puede solucionar con palabras. Solo debe quedar uno de los dos.
Marta y Carlos nunca tuvieron una explicación. De repente las dos personas que habían situado en el centro de sus vidas se habían esfumado sin dejar rastro. Como hubo gente que vio a Álex y a Emma marcharse al mismo tiempo, muchos asumieron que habían decidido fugarse juntos. Una especie de aventura amorosa especialmente cruel para sus, hasta entonces, parejas. Otras personas apuntaron que les habían visto discutir en la puerta del baño, lo que aún añadía más confusión al asunto. En fin, especular es gratis. Lo único que quedó claro es que los dos desaparecieron de la fiesta y nadie volvió a saber nunca nada de ninguno de ellos. Se desvanecieron como si nunca hubieran existido. Como si más que personas, hechas de carne y hueso, fuesen solo ideas abstractas cubiertas por un poquito de piel humana. Como globos rellenos de un material muy ligero, sin peso suficiente para que la gravedad les mantuviese anclados a la realidad cotidiana. Marta y Carlos terminaron olvidándoles.

miércoles, 17 de noviembre de 2010

Billete para Ferrol

Este relato ha sido escrito a dos manos por una persona que comenta en el blog como Anónimo y por mí.


Billete para Ferrol
S. L. y Anónimo, 2010



–No recuerdo haber estado nunca en ese sitio. Y mucho menos el cuatro de octubre.
Almudena sacó de su bolso un billete de autobús bastante arrugado y lo dejó encima de la mesa. Frente a ella, Martín, no entendía nada.
–El otro día… bueno, hace unas semanas, me puse a sacar todo lo que llevaba en los bolsillos de la chaqueta de entretiempo. La había estado llevando días atrás y la quería echar a lavar. Bueno, pues, entre un cupón de la ONCE, un post-it doblado con un teléfono, un metrobús gastado y un recibo de la compra de Carrefour, apareció este billete de autobús de Avanza Bus a La Puebla de Montalbán, Toledo, con fecha del cuatro de octubre. Ida y vuelta. 6,97 euros. Me puse a recordar qué había hecho el cuatro de octubre, es decir, el lunes anterior. Nada en especial. Había ido a trabajar y me había tomado una cerveza con unos compañeros a la salida. Después… no lo tenía muy claro entonces ni tampoco lo tengo ahora, pero creo que vi una película en casa. Vi Brazil de Terry Gilliam aquella semana, pero no recuerdo si fue el lunes, el martes o el miércoles… En fin, entonces no le di mucha importancia. Entonces.
Martín no sabía que pensar. Lo que relataba Almudena parecía la anécdota más intrascendente del mundo. Sin embargo, el tono de voz con el que ella lo estaba contando… y su mirada sombría clavada en el billete de autobús, miserable y arrugado, que había dejado encima de la mesa…
–Ese billete podría haber salido de cualquier parte.
–Eso es. En aquel momento, mi única preocupación, si se puede llamar así fue saber cómo había llegado al bolsillo de mi chaqueta un billete de autobús usado y que no era mío. Pensé, medio en broma: a ver si me está entrando síndrome de Diógenes y me ha dado por coger cosas de la basura. Un síndrome de Diógenes chiquitito, claro, circunscrito, únicamente, a… al ámbito de mi chaqueta de entretiempo. Bueno. No me preocupé mucho, en definitiva, porque era la primera vez que me pasaba.
–¿La primera vez…?
–La segunda vez fue aproximadamente una semana después. –Almudena sacó un segundo billete de autobús, tan arrugado como el primero, y lo puso sobre la mesa con un movimiento nervioso. –Estaba cambiando mis cosas de un bolso a otro y de entre el caos apareció esto. Otro billete de autobús. A El Burgo de Osma, en Soria. Otro lugar en el que no he estado en mi vida. O no recuerdo haber estado.
–Una casualidad…
–Una casualidad, eso pensé entonces. Una casualidad… Este billete tiene fecha del 9 de octubre, domingo. ¿Recuerdas que hicimos el 9 de octubre? ¿Nos vimos?
–¿Qué si nos vimos? No sé, no lo recuerdo.
–¿No tienes una agenda, un diario, una moleskine o algo así?
–No. ¿Tienes tú?
–Pues tampoco. Bueno, tengo la agenda del trabajo. Pero apunto sólo cosas relacionadas con el trabajo.
–Claro.
–Bueno. De nuevo, no le di mucha importancia a aquello. Mi día a día como parte de la maquinaria represora de Orange, velando por el estricto cumplimiento de las normas orwellianas de sus contratos de telefonía móvil e Internet, no me deja mucho tiempo para pensar en mis cosas. ¡Cómo odio ese trabajo! Bueno, no le di muchas vueltas hasta que, una semana después volví a cambiar de bolso y apareció esto. –Almudena dejó un tercer billete sobre la mesa. Un cerco redondo de cerveza se dibujó en su superficie rugosa.
–16 de octubre. Mendavia. No lo había oído en mi vida. Tuve que buscarlo en el mapa. Está en Navarra. Y aún no lo has visto todo…

En ese momento sonó el teléfono. Cuando Martín se estaba levantando para ir a cogerlo, Almudena sacó un sobre y lo dejó encima de la mesa. El teléfono seguía sonando.
–Ábrelo.
Era un sobre blanco, arrugado, no tenía nada escrito.
–¿De dónde lo has sacado?- preguntó él.
–Estaba en el portal, tirado en el suelo.
El teléfono se cansó de sonar.
–Pero no pone ningún nombre. ¿Cómo sabes que es para ti?
–Mira dentro.
Martín sacó el dinero con cuidado, como si se fuera a romper. Eran billetes de 20 y 50 euros. Calculó que en total habría unos 600. Martín dejó el dinero encima de la mesa y rebuscó dentro del sobre. Había un billete de autobús a Ferrol.
–Es para mañana. –dijo Almudena- Ida y vuelta, el mismo día. ¿Tú entiendes algo?
Martín se quedó con el billete en la mano, pensando. O eso quería que pareciera. Porque en realidad no sabía qué pensar. Almudena estaba nerviosa. De pie, con los brazos en jarras, esperando una respuesta, como si él fuera el único hombre en todo el planeta que pudiera darle una explicación.
Tampoco conocía tan bien a Almudena, pensó. Siempre le había parecido que era un poco inestable. A lo mejor se estaba inventando una historia para llamar la atención. Una broma o cualquier cosa. La verdad es que no entendía nada y tampoco tenía ni idea de qué decir.
Almudena se sentó enfrente, con las piernas cruzadas. Se deshizo la coleta con un gesto rápido, como si le estuviera molestando desde hace rato. Empezó a juguetear con la goma entre las manos, estirando y encogiendo, estirando y encogiendo. Martín empezaba a ponerse nervioso. Con el pelo suelto, rizado, desordenado… le pareció aún más desequilibrada.
–¿Y qué vas a hacer?
–¿Cómo que qué voy a hacer? –repitió ella.
–¿Vas…? Bueno, no sé, es un billete para mañana ¿vas a ir?
–¿Y qué hago yo en Ferrol? Yo no conozco a nadie en Ferrol.
–Pero este dinero… A lo mejor es un reclamo.
–Un reclamo.
–Sí.
–¿Un reclamo de qué? ¿Para qué?
–No sé. –Martín se quedó pensando- Igual alguien quiere que vayas.
Almudena se quedó callada. Al día siguiente era sábado. No tenía que trabajar. El billete era para una persona. Salida a las nueve y media de la mañana y vuelta a las seis en punto de la tarde. Calculando que a Ferrol se tardaban por lo menos seis horas, tenía un par de horas para estar allí. Si alguien la esperaba, estaría en la estación. Y si quería volver antes a Madrid, sólo tenía que esperar a que saliera el siguiente autobús. Era una locura. Pero por otra parte, no tenía gran cosa que hacer. En casa sólo le esperaba una lavadora con ropa mojada del día anterior y un fregadero a rebosar de platos sucios.
–¿Y si me acompañas tú? -le preguntó ella.
El teléfono volvió a sonar.

Martín agradeció mentalmente a la persona que insistía al otro lado de la línea, fuera quien fuera, la ocasión de esquivar la pregunta. ¿No coges el teléfono?
–No.
–¿No?
–No. Cógelo tú.
–Pero… ¿Qué pasa? Es tu casa. Te llaman a ti.
–¡Coge el puto teléfono, joder! –En ese momento Almudena se dio cuenta de que empezaba a dejarse llevar por la histeria. Respiró hondo e intentó retomar las riendas- Por favor.
–Está bien –Martín se aproximó, separó el terminal inalámbrico de su base y apretó el botón verde de descolgar mirando a Almudena con cara de fastidio-. Diga.
Almudena volvió a sentarse en el sofá, al lado de Martín. Apoyó la cabeza en su hombro.
–Sí. Si está. ¿De parte de quién? –Dijo él en tono seco. Al momento giró la cabeza hacia Almudena y repitió:
–Lucía.
–¿Lucía? No recuerdo conocer a ninguna Lucía –susurró ella mientras él le tendía el teléfono-. ¿Sí?
Silencio. Tras unos segundos, Almudena separó el teléfono de su oído y se lo observó por un instante con expresión crispada. Volvió a respirar hondo antes de hablar.
–Ha colgado. He escuchado el ruido de la calle y el ‘tic-tic’ que hacen las cabinas telefónicas y luego ha colgado.
–¿Puedes ver el número?
–Sí. Es lo que estaba mirando. 981 84 20 10
–981. ¿Tú sabes de dónde es ese prefijo?
–Pues sí. Por desgracia, me sé todos los prefijos telefónicos de España. Es… ¿No lo adivinas?
–No.
–Es de la provincia de La Coruña –Almudena había vuelto a juguetear con la goma del pelo-. Y me juego algo a que es de Ferrol.
–Ya te han llamado antes… ¿no? Como ahora, quiero decir: preguntar por ti y luego colgar.
–Pues no, listillo. No.
–¿Y no conoces a nadie en la provincia de La Coruña que pueda querer ponerse en contacto contigo?
–Ya te he dicho que no. ¿Tú me escuchas?
–Sí, sí te escucho. Habías dicho que no conocías a nadie en Ferrol, no que no conocieras a nadie en toda la provincia de La Coruña.
–El teléfono es de Ferrol
–Ferrol. Vale.
–Y el billete de autobús es a Ferrol.
–Ferrol.
–Y bien…
–Y bien… ¿qué?
–¿Me acompañas mañana allí?
Martín no tenía ninguna gana de ir a Ferrol. Toda la historia le parecía absurda. Un día entero metido en el autobús… había quedado con los chicos para jugar al fútbol… Por otro lado, había sido él el que, de alguna manera, había animado a Almudena a ir allá y resolver el misterio. En el caso de que hubiera tal misterio y ella no se estuviera inventando todo. Aunque, aquella llamada... Ahora se sentía responsable. Sabía perfectamente que si decía que no, ella se enfadaría y, además, iría de todos modos. ¿Y si le pasaba algo? En ese momento, le daba más miedo lo que ella pudiera hacerse a si misma que la intervención de terceras personas. Fuera lo que fuera aquella historia, estaba claro que Almudena le pedía ayuda y ahora no podía negársela. Compuso una respuesta que sonaba resignada y que no terminaba de tapar lo que en realidad estaba pensando, que casi se podía leer, como un subtítulo, bajo sus palabras: “ojalá me hubiera quedado callado”.
–Pues claro, cielo. Claro que te acompaño.

--- --- ---   --- --- ---   --- --- ---  

Almudena tenía todavía las manos manchadas de sangre cuando sonó el teléfono móvil. Llevaba sonando más de media hora, pero ella ni lo había oído. Se quedó un rato aturdida, mirando al suelo. Después, apretó el botón verde del teléfono sin decir nada.
–¿Almu? –Martín sólo oía silencio al otro lado de la línea- Almudena, ¿me escuchas? Oye, te he llamado por lo menos veinte veces. ¿Dónde estás?
Almudena miró a su alrededor.
–En Ferrol –consiguió recordar- No viniste a la estación.
–Ya, lo siento, mira, me llamaron del Hospital y tuve que salir de noche para una urgencia... Luego, me quedé dormido, de verdad que lo siento. Pero te llamé para avisarte, te mandé un mensaje, ¿no leíste mi…? Bueno, da igual. ¿Tú cómo estás? ¿Qué ha pasado?
Ella apartó el teléfono sin decir nada y se quedó mirándolo. En la pantalla se leía “Martín. Llamada en curso”. Las dos últimas palabras apenas se podían ver. La pantalla se había manchado con un poco de sangre y emborronaba las letras. Martín seguía hablando, la voz le llegaba pequeñita, de lejos. Volvió a acercarse el teléfono.
–…los del gimnasio y entonces les dije que no estabas en casa pero que te llamasen al móvil. -Almudena escuchaba a Martín en silencio- ¿Entiendes? La chaqueta no era tuya, era exactamente igual, pero no era la tuya. Te la llevaste por error todos esos días. O alguien cogía la tuya del vestuario sin darse cuenta. Por eso los billetes de autobús… no eran tuyos, eran de esa chica de la chaqueta, cómo me ha dicho que se llamaba… Marta o María… ¿No has hablado con ella? Le dí tu teléfono.
–No… no sé, no he visto las llamadas hasta ahora. Pero no entiendo… ¿Y el sobre
–¿Qué sobre?
–El del dinero… con el billete para venir aquí.
–No era para ti. Esta mañana, como no contestabas al teléfono, fui a buscarte a casa. En el portal había un vecino tuyo, Manuel no se qué. Estaba pegando un cartel….
–El del segundo.
–¿Cómo?
–Tengo un vecino, en el piso de abajo, que se llama Manolo.
-Pues sí, no sé, sería el del segundo, no sé… El caso es que estaba pegando un cartel. Ponía que por favor, si alguien encontraba un sobre en el portal, se lo devolviera porque había algo muy importante dentro. Se lo había mandado su hermano, me dijo. Que vive en Ferrol.
Almudena se quedó callada. Martín seguía hablando. Le estaba contando algo sobre la llamada de la noche anterior, pero ella ya no le escuchaba. Almudena estaba otra vez en el autobús, intentando reconstruir todo.
Había llegado puntual a la estación por la mañana, pero Martín no estaba. Tampoco le preocupaba. Prefería ir sola. Tenía la sensación de que estaba metiéndose en algún lío y no quería complicar a nadie. Subió al autobús y se sentó en la última fila. Tenía asignada la plaza número 23, pero el autobús iba casi vacío y a ella siempre le gustaba ir sentada al fondo.
Fue durante el viaje cuando se le ocurrió pensar que la persona que le había mandado el sobre no la esperaba en Ferrol, sino que estaba allí dentro, en el mismo autobús. Miró a su alrededor y empezó a descartar posibilidades. Habría sólo unos doce pasajeros. Una señora roncando suavecito en la primera fila, una pareja joven hablando y riéndose todo el rato… Ninguno le sonaba de nada. Aunque desde el fondo sólo veía sus nucas, se había fijado bien uno a uno cuando había subido al autobús y nadie le resultó familiar.
Sólo un chico le había llamado un poco la atención. No sabía por qué, pero le recordaba un poco a alguien. Tenía el pelo muy corto y era muy blanco de piel. No tenía pinta de estar enfermo, simplemente parecía que no le había dado el sol en años. Era pelirrojo, pero no tenía pecas en la cara. Al principio le llamó la atención porque viajaba solo y sin embargo, iba sentado en el asiento del pasillo. Le pareció raro. Todo el mundo prefiere ventanilla. Pero nada más.
Después, cuando ya llevaban casi una hora de viaje, el chico se giró. Primero fue una mirada rápida. La segunda vez fue más descarado. Estaba mirándola a ella, claramente. No había nadie más sentado tan atrás. Durante todo el viaje el chico se giró para mirarla varias veces. Pero no decía nada. Ni siquiera cambiaba la expresión de su cara. Pero el blanquito ese no dejaba de mirarla.
Almudena empezaba a ponerse nerviosa. Se revolvía en su asiento e intentaba disimular, como si no se estuviera dando cuenta de nada. Entonces se le ocurrió pensar en lo de los asientos. El chico estaba sentado en el número 22. En el pasillo. Se le hizo un nudo en la garganta. En el billete que ella tenía en la mano ponía 23, ventanilla. Estaba claro. Ése era el que la esperaba, el que le había dejado el sobre con dinero en el portal, el que la había hecho coger un autobús a Ferrol un sábado por la mañana y le había comprado un billete a su lado. Empezó a preguntarse qué podría querer de ella. Quién era ese chico. De qué le sonaba su cara.
El conductor anunció una parada de veinte minutos. Almudena esperó a que todos bajaran. Cogió el abrigo y salió del autobús. El chico blanquito había entrado al bar del área de descanso. Hacía frío, pero Almudena prefería quedarse fuera, esperando. Pasaron más de veinte minutos y el conductor no volvía. Ella tenía ganas de ir al baño y al final decidió entrar. El blanquito estaba apoyado en la barra tomando un café. Ella pasó por detrás, en dirección a los servicios. Él dejó su café sobre la barra y la siguió.
Almudena se encerró en el baño, nerviosa. Sabía que él la estaba esperando fuera. Su mente empezaba a ir cada vez más rápido, imaginando quién era ese tío y por qué la estaba siguiendo. Tenía miedo. No quería salir del baño, pero le preocupaba que el conductor se marchase dejándola allí sola con aquel loco. Cuando se atrevió a salir, no había nadie en la puerta. El bar estaba vacío. Ni siquiera estaba el camarero detrás de la barra. Se habían ido todos. Almudena salió a la calle. El autobús se había marchado. De repente le vio. Estaba un poco más allá, sentado de espaldas en un pequeño descampado. No había casas ni bares ni nadie más por la calle. Ella le llamó.
–¡Eh, tú!
Él siguió sentado en el suelo sin mirarla.
–Oye, ¡qué quieres de mí, eh! ¿Por qué me has hecho venir aquí? ¿Te crees que no me he dado cuenta?
Estaba segura de que la podía oír, no había ni un ruido, sólo un poco de viento, y estarían a menos de 10 metros . Pero él no la respondía. Le entró pánico. Estaba sola con ese tío en medio de la nada. La había traído hasta allí quién sabe para qué. Ya no podía pensar con claridad. Siguió llamándole, gritando, mientras caminaba rápido hacia él. El chico seguía sentado de espaldas, sin decir nada.
Cuando ella estaba justo detrás, el chico se levantó de golpe. Antes de que tuviera tiempo de darse la vuelta, Almudena cogió una piedra del suelo y le dio en la cabeza.
El chico estaba tumbado en el suelo. No se movía. Sangraba mucho. En ese momento fue cuando Almudena oyó el teléfono.
No habría pasado más de media hora, pero al recordarlo todo le parecía que el sobre, los billetes, el viaje, el chico pálido del autobús, la piedra, la llamada. Todo parecía haber pasado hace muchos años atrás.
La voz de Martín se seguía oyendo a través del teléfono, cada vez más lejos. Almudena se agachó y le dio unos golpecitos en el hombro. Estaba muerto. Con mucho esfuerzo, le dio la vuelta para dejarle bocarriba. Seguía igual de pálido que en el autobús, con la misma inexpresividad en la cara. De los bolsillos de su pantalón sobresalían un montón de mecheros bic, de distintos colores. Almudena le vació los bolsillos, extrañada. Había por lo menos diez mecheros. Había también varios papelitos. Rectangulares, pequeños, arrugados.  Almudena cogió uno. Empezó a leerlo despacio, en voz alta, pero cuando iba por la mitad se quedó callada. Aunque siguiera vivo y lo hubiese leído a gritos, aquel chico blanquito nunca podría haberla oído.

miércoles, 3 de noviembre de 2010

No recuerdo haber estado nunca en ese sitio

–No recuerdo haber estado nunca en ese sitio. Y mucho menos el cuatro de octubre. –Almudena sacó de su bolso un billete de autobús bastante arrugado y lo dejó encima de la mesa. Frente a ella, Martín, no entendía nada.
–El otro día… bueno, hace unas semanas, me puse a sacar todo lo que llevaba en los bolsillos de la chaqueta de entretiempo. La había estado llevando días atrás y la quería echar a lavar. Bueno, pues, entre un cupón de la ONCE, un post–it doblado con un teléfono, un metrobús gastado y un recibo de la compra de Carrefour, apareció este billete de autobús de Avanza Bus a La Puebla de Montalbán, Toledo, con fecha del cuatro de octubre. Ida y vuelta. 6,97 euros. Me puse a recordar qué había hecho el cuatro de octubre, es decir, el lunes anterior. Nada en especial. Había ido a trabajar y me había tomado una cerveza con unos compañeros a la salida. Después… no lo tenía muy claro entonces ni tampoco lo tengo ahora, pero creo que vi una película en casa. Vi Brazil de Terry Gilliam aquella semana, pero no recuerdo si fue el lunes, el martes o el miércoles… En fin, entonces no le di mucha importancia. Entonces.
Martín no sabía que pensar. Lo que relataba Almudena parecía la anécdota más intrascendente del mundo. Sin embargo, el tono de voz con el que ella lo estaba contando… y su mirada sombría clavada en el billete de autobús, miserable y arrugado, que había dejado encima de la mesa…
–Ese billete podría haber salido de cualquier parte.
–Eso es. En aquel momento, mi única preocupación, si se puede llamar así fue saber cómo había llegado al bolsillo de mi chaqueta un billete de autobús usado y que no era mío. Pensé, medio en broma: a ver si me está entrando síndrome de Diógenes y me ha dado por coger cosas de la basura. Un síndrome de Diógenes chiquitito, claro, circunscrito, únicamente, a… al ámbito de mi chaqueta de entretiempo. Bueno. No me preocupé mucho, en definitiva, porque era la primera vez que me pasaba.
–¿La primera vez…?
–La segunda vez fue aproximadamente una semana después. –Almudena sacó un segundo billete de autobús, tan arrugado como el primero, y lo puso sobre la mesa con un movimiento nervioso. –Estaba cambiando mis cosas de un bolso a otro y de entre el caos apareció esto. Otro billete de autobús. A El Burgo de Osma, en Soria. Otro lugar en el que no he estado en mi vida. O no recuerdo haber estado.
–Una casualidad…
–Una casualidad, eso pensé entonces. Una casualidad… Este billete tiene fecha del 9 de octubre, domingo. ¿Recuerdas que hicimos el 9 de octubre? ¿Nos vimos?
–¿Qué si nos vimos? No sé, no lo recuerdo.
–¿No tienes una agenda, un diario, una moleskine o algo así?
–No. ¿Tienes tú?
–Pues tampoco. Bueno, tengo la agenda del trabajo. Pero apunto sólo cosas relacionadas con el trabajo.
–Claro.
–Bueno. De nuevo, no le di mucha importancia a aquello. Mi día a día como parte de la maquinaria represora de Orange, velando por el estricto cumplimiento de las normas orwellianas de sus contratos de telefonía móvil e Internet, no me deja mucho tiempo para pensar en mis cosas. ¡Cómo odio ese trabajo! Bueno, no le di muchas vueltas hasta que, una semana después volví a cambiar de bolso y apareció esto. –Almudena dejó un tercer billete sobre la mesa. Un cerco redondo de cerveza se dibujó en su superficie rugosa.
–16 de octubre. Mendavia. No lo había oído en mi vida. Tuve que buscarlo en el mapa. Está en Navarra. Y aún no lo has visto todo…

jueves, 14 de octubre de 2010

Contado pierde

www.contadopierde.blogspot.com




Contado pierde es el nombre del nuevo podcast de actualidad y porno que unos amigos y un servidor (me refiero a mí mismo, no al servidor de Internet donde se aloja) hemos puesto en marcha para regocijo de las masas. Si los términos 'vergüenza ajena', 'corrección política' y 'lesa majestad' no os dicen nada, estáis cordialmente invitaros a escuchar el primer programa.

Para el segundo prometemos resolver los fallos técnicos que hemos tenido en éste, derivados de nuestra impreicia, (mal sonido, final cortado, etc.). Asimismo, prometemos no resolver ninguno de los fallos morales, fruto de nuestra pésima educacación, (mal gusto, lenguaje soez, insultos a distintos colectivos, etc.)

viernes, 17 de septiembre de 2010

Cosas que no deberían estar ahí

Cosas que no deberían estar ahí
Sergio López, 2010

Tuercas en las bolsas de pipas, trazas de benceno en los snacks de patata frita, dedos humanos en las hamburguesas de una conocida cadena. El mundo está lleno de cosas que no deberían estar ahí, pero que están, como trozos de cristal en los botes de papilla para bebés. La compañía saca una nota de prensa asumiendo responsabilidades, pidiendo disculpas y anunciando una exigente investigación interna para aclarar los hechos y evitar que se vuelvan a repetir, pero, al final, lo único que queda claro es que nadie sabe cómo todas esas cosas que no deberían estar ahí llegaron ahí.
             Yo lo sufro en mis propias carnes, es decir, en mi propia materia gris. Un día me desperté y tenía un microchip en el cerebro. En un principio no sabía, por supuesto, que aquello era un microchip. Simplemente me dolía la cabeza y tenía la sensación de que algo dentro de ella cortocircuitaba algunos de mis pensamientos y reconducía otros por recorridos neuronales distintos a los habituales.
Empecé a vestirme bien, busqué otro trabajo, abandoné ciertas amistades, dejé el grupo de música y vendí la guitarra. Pero no era yo el que actuaba. Era aquello, lo que fuera, lo que dictaba las órdenes dentro de mi cabeza y yo me daba perfecta cuenta de ello: mi voluntad estaba secuestrada por otros, como un avión suicida. El terrorismo necrófilo había tomado el control de mi vida y me obligaba a poner rumbo hacia el futuro.
El problema no es darte cuenta demasiado tarde de que la vida va en serio, como decía Jaime Gil de Biedma. El problema es darte cuenta. Sin más. Era eso exactamente lo que me estaba pasando desde que tenía aquello en la cabeza. Algún hijo de puta me había inoculado en el cerebro el chip de la seriedad y la trascendencia (o intrascendencia) de la vida y encima no tenía ninguna pista de quién podía haber sido, más allá de que Jaime Gil de Biedma era tío de Esperanza Aguirre y de la fotógrafa Ouka Lele.
Los dolores de cabeza me atacaban cada vez más fuerte con su ejército de afiladas premoniciones aguijoneándome una a una cada neurona, así que, al final, -y aunque tengo cierto rechazo a los hospitales-, decidí acudir a un médico.
–Pues parece que es un microchip –me informó el doctor, blandiendo untuosamente la radiografía, blapp blapp–. Está justo aquí, chaval, ¿ves? –la radiografía le hizo coro, blapp, mientras señalaba con un boli un puntito de color negro– Justo aquí, en el hipotálamo.
Aquella palabra y el blapp de la radiografía me hicieron pensar en los ríos de aguas terrosas que recorren la sabana africana en los documentales de La 2.
–¿Y cómo ha podido llegar allí? –le pregunté.
–Pues no lo sé. Lo que puedo decirte es que hoy en día no es tan raro, chaval. No es tan raro. Hay estudios que dicen que el 70% de la población acaba teniendo un microchip en la cabeza. ¿O era el virus del papiloma lo que acaba teniendo el 70% de la población en algún momento de su vida…? Espera… Bueno, es igual, pon que sea el 70%... Y me parece hasta poco.
Lo siguiente que le pregunté a aquel médico de untuoso blandir de radiografía, blapp, es si me podía quitar el microchip de la cabeza. Su respuesta fue tajante:
–No.
Al parecer, según me explicó el doctor untuoso, los microchips que se anidaban en la cabeza de uno lo hacían de tal forma que se acababan haciendo imprescindibles en el funcionamiento cerebral. Si se extraían por las bravas uno corría el riesgo de volverse bobo. Yo le dije que no me importaba volverme bobo (en caso de que no lo fuera ya, que no lo tengo tan claro), pero él me dijo que eso la Seguridad Social no lo costeaba.
De todos modos, el médico era un tipo bien majo y me dio toda una serie de contraconsejos para neutralizar parcialmente las órdenes del microchip (si os interesan, otro día os los explico). Con eso y con gin-tonics, de momento, voy tirando.
Y, hablando de consejos, la radiografía de mi cabeza vino muy bien un día que un amigo se dejó las llaves de su casa dentro. La deslizamos por la ranura de la puerta de abajo a arriba con un enérgico blapp y no hizo falta llamar al cerrajero.

sábado, 28 de agosto de 2010

Ortega y Gasset

Ortega y Gasset fue uno de los mayores pensadores españoles del siglo XX
y no le gustaba la poesía.
A Ortega y Gasset le costaba creer que alguien pudiera dedicar en serio su tiempo a leer o escribir poemas.
Quizá Ortega y Gasset y tú seáis demasiado inteligentes para la poesía.
Quizá hay un límite por encima del cual no se aprecie la poesía:
Quizá sea necesaria cierta dosis de ñoñez y cursilería
para que uno pueda leer o escribir poemas sin sonrojarse.
Quizá la inteligencia mate a la poesía
igual que el conocimiento mata al amor.
Hay quien dice que el enamoramiento se acaba cuando
se conoce de verdad quiénes son esas otras personas.
Pero, en realidad, nunca tenemos ni puta idea
de lo que hay en la cabeza
de las otras personas.
No tenemos ni idea,
por eso hay esperanza.
Por eso y porque, además,
Ortega y Gasset
era un jodido elitista.

martes, 24 de agosto de 2010

No soy yo

No hagas caso de mis palabras:
mis palabras no son yo.
No hagas caso de mis acciones:
mis acciones no son yo.
No me hagas caso
porque yo tampoco soy yo.

miércoles, 18 de agosto de 2010

Ya estamos aquí

Nuestra pequeña contribución a la canción del verano...



Videoclip del tema de Proyecto Kostradamus 'Ya están aquí', perteneciente a nuestro último trabajo, un maxi-single homónimo que será en breve editado por WC Records.

martes, 17 de agosto de 2010

"El arte es lo que te pasa si te quedas en Altamira más tiempo de la cuenta"

Entrevista con Akrihurait, el Imberbe, pintor rupestre
"El arte es lo que te pasa si te quedas en Altamira más tiempo de la cuenta"


Después de un merecido tiempo de reflexión y descanso vuelve a EN LA OFICINA NADIE SOSPECHA NADA Precursores, nuestra serie de entrevistas históricas. Por este espacio, dedicado a la divulgación de la vida, obra y pensamiento de aquellos que fueron verdaderos pioneros de lo suyo, han pasado hasta ahora ilustres personajes como Paramecio Jack, inventor de la reproducción sexual, el mono Ugh-ugh-ack, creador de la evolución o Kurk Uruk, descubridor del fuego. Esta vez entrevistamos Akrihurait, el Imberbe, el hombre que pintó las cuevas de Altamira.
BIO: Akrihurait el Imberbe nació en el año15.025 antes de Cristo en la actual Santillana del Mar (Cantabria). En 15.010 a. C. pintó los frescos de las Cuevas de Altamira, considerados la Capilla Sixtina del arte rupestre.

Pregunta. Existe una gran discusión entre los prehistoriadores que usted, señor Akrihurait, como autor de las pinturas rupestres que adornan la famosa gruta de Altamira, nos puede ayudar a resolver. ¿Cuál es la finalidad de su obra?
Respuesta. Repíteme la pregunta, tronco, que creo que no me he enterao.
P. Quiero decir… el objetivo. ¿Qué objetivo perseguía usted al pintar bisontes y caballos en las paredes? Los prehistoriadores no se ponen de acuerdo: unos dicen que tenían un significado religioso, dado que ustedes, supuestamente, adoraban a dioses zoomorfos. Otros mantienen que tienen un carácter propiciatorio, ya que presumen que ustedes creían que, si pintaban animales en las paredes, después habría buena caza.
R. Pues… no sé, pavo. Pon que es lo de los cloroformos, por ejemplo.
P. ¿Cómo?
R. No sé, tronco. Si tienes que poner algo pa que la peña o tu jefe o quién sea se queden tranquilos, pos pon que sí: que eran colorformos de ésos.
P. Creo que no ha entendido la pregunta.
R. Pos… la verdajquenó. Ej que te explicas como el ojete, macho.
P. A ver. La pregunta es por qué pintó usted las cuevas de Altamira.
R. Por qué. Yo qué sé. No me acuerdo, tronco. Ese día había estado mascando hojas de salvia con mis colegas y estaba to puesto, tío. Pero, vamos, supongo que básicamente las pinté porque molan mazo.
P. Porque molan…
R. Claro, pavo. A mi me mola mazo pintar. Pinto porque sí, tronco. Voy por ahí con mi caña y con mis pigmentos naturales y pinto las paredes. Porque me da la gana. Y me suda toa la polla lo que digan mis viejos.
P. O sea, que lo que le motivó no fue una finalidad espiritual, ni práctica, sino simplemente estética. Muchos piensan que lo que hizo usted en Altamira era exactamente eso: simplemente arte, una de las primeras expresiones de arte puro. ¿Cuál sería, señor Akrihurait, su definición del arte?
R. El arte… el arte es lo que te pasa si te quedas en esa cueva más tiempo de la cuenta, tronco. [Akrihurait, el Imberbe se ríe]
P. Eh… ejem. Y… ¿por qué pintó esos animales en concreto?
R. No sé, tío. Me molan mazo los visones.
P. Er… lo que hay pintado en Altamira no son visones, sino bisontes.
R. ¡Eso! Siempre los confundo. De todos modos, los bisontes son como visones, pero más grandes, ¿no?
P. En realidad no. Yo creía que en una sociedad como la suya, que vivía de la caza, era inexcusable un profundo conocimiento cinegético.
R. ¿Lo qué?
P. La caza, la caza. Yo siempre me había imaginado que usted sabría un montón sobre caza: animales, técnicas…
R. Una mierda, ¡qué va! Eso mi viejo. Yo paso de cazar. No quiero ser cazador.
P. ¿Y qué quiere ser, entonces?
R. No lo sé. Ya veré. Pero cazador no.
P. ¿Por qué ese rechazo a seguir con la tradición familiar?
R. No quiero saber nada de mi viejo. Según tú dices, lo que pinté en la cueva de Altamira lo peta mazo, ¿no? Pues… ¿te puej’ creer que me tuvo un mes castigao por haberlo pintao?
P. Vaya…
R. Ya te digo.
P. Bueno… creo que hemos terminado, señor Akrihurait. Muchas gracias por el tiem...
R. Pues chachi, tronco. Ey, ¿te apetece mascar unas hojitas de salvia? [Akrihurait saca una boslita de cuero de entre los pliegues de las pieles con las que se cubre].
P. Ehm… gracias, pero no.

LEA AQUÍ MÁS ENTREVISTAS DE LA SERIE PRECURSORES

jueves, 12 de agosto de 2010

La frontera

Veo la frontera, el límite, el lugar hasta el cual puedo llegar.
Y tú estás al otro lado de ella, más allá.
Quizá no demasiado lejos, pero sí al otro lado,
más allá del check point.
“Hasta aquí puedes llegar”, me dicen esos cabrones.
A veces podemos acercarnos, cada uno a nuestro lado de la alambrada;
escucharnos y entendernos,
porque parece que se habla el mismo idioma
en nuestros respectivos territorios.
Pero otras veces no.
Hay palabras secuestradas, palabras que no llegan
y palabras que llegan al otro lado violadas y preñadas de significados bastardos.
El lenguaje, violado por la Policía de mi mente que no me deja pasar al otro lado.
Quizá nuestros dialectos no sean tan parecidos. Quizá, simplemente,
no hablemos lo suficientemente alto y claro. Hay mucho ruido.
Quizá me he quedado callado.
Quizá te has quedado callada.
O, quizá, nos empeñemos en utilizar una lengua muy antigua
que yo nunca aprendí del todo y a ti se te está olvidando.
Me gustaría entender todo tu mensaje
y, al mismo tiempo, que tú me comprendieses siempre.
Seguramente eso será imposible, pero,
en todo caso, me gusta escuchar tu voz.

lunes, 9 de agosto de 2010

Cita

--"La felicidad depende del grado de habilidad que tengas para el autoengaño. En ese sentido, el amor es el principal mecanismo de supervivencia que nos ha dado la naturaleza".
 Woody Allen, hoy en Público 

domingo, 1 de agosto de 2010

Opel Kadett

Este es mi coche. Era mi coche, mejor dicho. Porque ya no es mío (eso seguro) y, además, lo mas proble es que tampoco sea de nadie más, que ya no exista como tal, sino como miriadas de piezas de recambio, adquiridas en desguaces cutres.

Una cosa que llevo años queriendo saber es cómo y dónde terminó mi coche: ¿Desguazado? ¿Incendiado después de ser utilizado como kunda? Las kundas, para quien no lo sepa, son los "taxis" de los yonkis. Cubren la ruta entre la Glorieta de Embajadores y la Cañada Real, la gran favela de Madrid, a 15 kilómetros del centro y alejada de la vista del ciudadano medio. El otro día estuvo apunto de embestirme una de ellas cuando pasaba por la calle Fray Luis de León con mi bici y se me ocurrió que sería algo bastante triste ser un ciclista atropellado por cuatro heroinómanos intentando conducir un coche robado.

He de decir que el Cuerpo Nacional de Policía no me ha ayudado para nada, hasta la fecha, a satisfacer mi curiosidad sobre el paradero final de mi coche. Un agente de la comisaría de Móstoles me aseguró que estaban buscando mi coche "por tierra, mar y aire" antes de estallar en una carcajada delante de mis narices la segunda o tercera vez que fui por allí a preguntar si se tenían noticias del vehículo, después de haber denunciado el robo.

Dentro de tres meses se cumplirán cinco años de su triste desaparición, nunca aclarada. Si alguien lo ha visto circulando por las carreteras de España durante este tiempo, agradecería que me lo comunicara. Sería muy feliz sabiendo que mi coche, el que fue mi compañero de viajes durante tres años, ha tenido una nueva vida. Aunque ya digo que veo bastante imposible que el coche acabara intacto. Si alguien ha adquirido un repuesto de Opel Kadett en estos últimos años, que piense que bien puede estar llevando con su coche un trocito del mío.

En definitiva, si alguien sabe algo de mi coche, que me lo diga: sería importante para mí. Recuerdo viajes legendarios por carreteras de mierda en los que invariablemente alguno de mis acompañantes en el asiento de atrás se empeñaba en encenderse un porro justo cuando nos cruzábamos con un coche patrulla. Desde entonces no he vuelto a tener coche. O, mejor dicho, no he vuelto a tener dinero para tener coche. A los pocos meses del robo me fui a vivir de alquiler a Madrid. Y hasta ahora.

Con mi opel Kadett recorrí las carreteras nacionales y secundarias de España sin aire acondicionado, ni airbag ni cinturones de artás, ni miedo a nada, excepto a que la Guardia Civil nos parase. Era una época loca que se acabó cuando me robaron el coche. Igual me hicieron un favor. Ahora no conduciría habiendo bebido, ni me saltaría el límite de velocidad, ni tendría sexo sin precauciones en el asiento de atrás. Ahora tengo demasiado miedo para hacer cosas, es decir, soy responsable, es decir: soy mayor, he madurado... pero, paradójicamente, no tener coche me hace sentirme menos maduro que entonces.