domingo, 18 de abril de 2010

La droga

Un relato corto...

LA DROGA
Sergio López.- 2010

Cuando era pequeño vi una campaña publicitaria en la que un actor acababa diciendo que la droga se había llevado a sus mejores amigos. Recuerdo que me parecía un anuncio melodramáticamente exagerado, pero ahora puedo asegurar que estas cosas pasan. A mí me sucedió hace cuatro noches en la Sala Peldaño. De alguna forma, se puede decir que la droga se llevó a mis cinco mejores amigos. Pero no fue de la forma que ustedes seguramente imaginan y, además, el hecho de que pasara aquello es, sin duda, positivo para el conjunto de la humanidad.

Nada hacía suponer que algo así podía suceder en el momento que sucedió y de la manera en que sucedió. Como todavía ningún pijo estaba vertiendo ningún cubata encima de ningún skinhead y nadie se había acercado todavía demasiado a la novia de ningún rapero, la noche transcurría de lo más tranquila. Hacía dos horas que había terminado la actuación de varios grupos punks, entre ellos mis amigos de Homicidio a Domicilio y en aquel momento el dj nos deleitaba a todos con una sesión de tecno taladrante.
No había muchas opciones más para seguir la fiesta, toda vez que el resto de los garitos de la ciudad cierra a las tres. El grueso de los asistentes al concierto permanecíamos, por tanto, en aquella sala, que se encontraba llena hasta la bandera de una concurrencia inusualmente variopinta. Bailaban juntos punks, skins, mods, raperos, pijos, bakalas y adictos a la cultura de club –que son algo así como la evolución cultural y genética de los bakalas–. Si bien no todos compartíamos afición por el género musical que atronaba el recinto, al menos sí estábamos unidos por el común apego a ciertas sustancias que los dos o tres dealers que pululaban por la sala despachaban a toda velocidad entre la parroquia.
–¿Qué es lo que van a pinchar? –recuerdo que me preguntó mi amigo Moreto, cuando los conciertos terminaron. A Moreto le gusta el rock sinfónico y el heavy metal clásico y no estaba muy seguro de si quedarse en aquel lugar. Yo le convencí para que lo hiciera.
–Creo que suena como una especie de mezcla entre música y obra –respondí.
–¿Cómo ‘obra’? ¿Obra de teatro? ¿Ópera?
–No, no. De obra en tu casa.
–Oíd, vamos a pillar pitxu –interrumpió Johnson, guitarrista de los Homicidio–. ¿Queréis vosotros?
–De puta madre. Sí –dijo Moreto.
–Yo paso –contesté–. Cada vez que me meto speed, el espacio-tiempo se comprime. Salgo del baño y después alguien abre una puerta y ya es mediodía. Y entre medias no ha pasado nada.
–Como quieras.
Johnson, con su cresta y su cazadora de cuero ajada, se fue en busca del camello y nosotros nos acodamos en la barra, apurando unos tragos de algo que la camarera nos había servido sin mucho entusiasmo cuando le pedimos sendos Ballantines con Cocacola y que sabía de forma completamente diferente al Ballantines con Cocacola.
–Oye, mirad este speed –nos dijo al cabo de un rato Johnson, mostrándonos a escondidas la bolsita–. Es como raro.
–Tiene un color raro –contesté–. Parece como fluorescente. Pero podría ser cosa de la luz negra.
–¿La qué?
–Los tubos fluorescentes pintados de color morado que tienen puestos en el techo –le explicó Moreto–. No te rayes, es por eso.
–Estupendo, porque, con lo que nos ha cobrado el hijo de puta, me lo pensaba meter igual. Treinta pavos por esta mierda de bolsa. Pitxu a precio de farlopa. ¡Hay que joderse!
Teniendo en cuenta el tipo de poderes que proporcionaba aquel polvo, fuera lo que fuera, se podría considerar muy poco dinero.


Una hora después, aquellos de mis amigos que habían decidido comprar speed –y que resultaron ser todos menos yo– fueron a visitar los servicios de la discoteca. Pese a que yo no había pagado por la droga, Johnson y Emma insistieron una vez más en que les acompañase. Yo rechacé.
–¿Seguro que no quieres? Tienes cara de sueño…
–Tengo tanto sueño como un lemur hiperactivo –contesté, abriendo mucho los ojos y poniéndome a bailar de forma cómica, agachado y moviendo mucho los brazos.
Los cinco se fueron para los servicios y me quedé bailando al ritmo de la música-obra. Un solo de rotaflex se elevaba por encima de la base, que se asemejaba al golpeteo de un martillo manejado por un operario con un sentido del ritmo particularmente bueno. Yo me desplazaba rítmicamente intentando aproximarme poco a poco a una chica que bailaba delante de mí y cuyo movimiento de caderas perfectamente acompasado con el tempo de los martillazos resultaba ser de lo más agradable y sugerente.
En ese momento hubo una luz cegadora (y segadora). En principio pensé que se trataba de algún efecto especial y que era parte del espectáculo. Deseché esa idea cuando vi delante de mí los miembros amputados y sanguinolentos de varios bakalas. También había troncos, cabezas y todo tipo de vísceras. Creo que la mayor parte de las extremidades que cubrían la pista de baile pertenecían a bakalas porque en las superiores había abundancia de anillos de oro y las inferiores estaban cubiertas de un tejido chamuscado de colores brillantes que parecía tergal.
La música seguía sonando y justo en medio del maremágnum de vísceras y sangre que se extendía varios metros frente a mí estaba mi amigo Ricard con su inconfundible casaca, mirándome con cara de asombro y con los ojos tan abiertos como un lemur hiperactivo.
–Tío –llegó hasta mí sorteando cabezas y piernas de los desafortunados canis que acababan de perecer desmembrados por el rayo lumínico–, estaba mirando a la gente que estaba aquí hace un momento… pensando en el asco que me dan… o me daban… y, de repente, he visto una luz delante… y… y…
No pudo seguir. Sonó una fuerte explosión y todos nos echamos al suelo con las manos tapándonos las orejas.
Tardamos como medio minuto en levantarnos. La onda expansiva de la detonación había arrastrado por igual a personas, cosas y bakalas a ambos lados de un área que aparecía despejada por completo de gente y que recordaba al paso que abrió Moisés separando las aguas del Mar Rojo. En un extremo de ese pasillo había un amasijo formado por partes entremezcladas del dj y de su mesa de mezclas, pegadas en la pared de la sala, y en el otro estaba mi amiga Emma, con una cara que bien podía ser de sorpresa o de terror, según gustos.
–Yo sólo he gritado ‘¡Subidóóón!’ al mismo tiempo que el pincha decía ‘¡Arrrrriba!’ –se disculpó mi amiga, después de acercarse adonde estábamos Ricard y yo y antes de reparar en los cuerpos mutilados que se extendían frente a nosotros.
Entonces llegaron Johnson y Moreto, volando. Literalmente.
–¿Qué ha pasado aquí? –preguntó el segundo, antes de percatarse de que ninguno de los cuatro pies que sumaban entre él y Johnson tocaba el suelo.
La última del grupo en aparecer fue Helena. Llegó sin ser vista. No quiero decir que no la viésemos aproximarse porque estábamos todos demasiado ocupados tratando de buscar una explicación a la masacre, las explosiones de luz y de sonido y al hecho de que dos de mis amigos estuviesen volando. Digo que Helena llegó sin ser vista porque se volvió visible un buen rato después de haber llegado. Cuando todos empezamos a oír su voz sin poder verla nos asustamos bastante y gritamos; entonces ella fue consciente de su invisibilidad, pero todavía tardó unos cinco minutos en averiguar como aparecerse ante nuestros ojos.

Cada vez que mis amigos se metían alguna droga y yo no me unía a ellos, poniendo cualquier excusa divertida, pensaba que quizá me estaba perdiendo algo realmente bueno. Inmediatamente después recapacitaba sobre las contrapartidas, los efectos secundarios. Supongo que ser un superhéroe también tiene sus contrapartidas: tener que andar todo el día salvando al mundo de los villanos…
Después de la masacre de la Discoteca Peldaño –que el Gobierno y sus fuerzas represoras han atribuido a la acción de los separatistas vascos, para desviar la atención–, mis amigos, devastados por el sentimiento de culpa, han decidido consagrar sus vidas y sus poderes a proteger a la humanidad y a librarla de nuevas matanzas. Ahora se hacen llamar la Liga de los Cinco y se han construido una guarida en alguna zona polar deshabitada que no me han contado.
Me alegro por ellos, pero me jode que todo esto nos haya separado. También me jode que no hayan venido a rescatarme aún, aunque entiendo que estén molestos conmigo por haber desvelado su secreto ante las autoridades. ¿Cómo iba a saber yo que el Gobierno estaba en connivencia con las fuerzas del Mal? Después de los acontecimientos de la Sala Peldaño, cometí la imprudencia de contarle a un oficial de policía como había sucedido todo. Desde entonces me retienen en una institución psiquiátrica. Este texto es la única esperanza de que se conozca la verdadera historia.

¡El Mod Fotónico, la Skingirl Sónica, el Punky Volador, el Capitán Metal y la Pin–up Invisible velan por el mundo, en lucha titánica contra las fuerzas de la alianza corporativista entre el capitalismo destructor y sus gobiernos-títere! ¡Si tiene algún problema con las fuerzas represoras, en las calles, o con las pirañas empresariales, en su puesto de trabajo, no dude en llamarlos!

2 comentarios:

Paula dijo...

Jajajaja. Me he divertido mucho leyendo este relato. Es una pena que no probaras la droga superpoderosa, podías haber sido el periodista que con boli en mano va cambiando la realidad a medida que la escribe, o el guitarrista que mata a los malvados con acordes que revientan sus tímpanos.

Unknown dijo...

menuda sensacion la de estar al borde del servicio... personalmente, me hubiera costado resistirlo...

y como se les llama?? proyectando una luz en el cielo?? o ellos ya saben donde acudir??

buen relato =) una pena no haberte podido unir al equipo D...